La noche
ya se había puesto íntima antes de que Carmen emergiera en el proscenio bajo
una luz tenue y difusa. Fundida en bronce, igual que una diosa griega, fue
subiendo sus brazos lentamente en pos del ritmo sincopado de unas palmas y un
cajón flamenco. Duró, como todo lo bueno, lo que dura un suspiro, una caricia,
un olé a tiempo, una sonrisa, un susurro, un quejío, o un te quiero.
Una voz
desgarrada y profunda, hizo que Carmen girara su figura hacia el rincón donde
se hallaba el cantaor. Erguido, serio y juncal, estaba allí de negro riguroso
al pie de una silla de enea pintada en rojo bermellón e iba desgranando sus
coplas llenas de tragedia de amor y de secreto.
Se acercó la bailaora lentamente hasta ponerse de espaldas al coplero
que cantándole al oído y despacito, la fue quitando de los hombros el mantón,
para que luciera más aún las formas delicadas de su cuerpo. La Venus de la
danza, como una jaca desbocada, requería a los duendes del misterio.
Las
guitarras y sus dejos orientales también acudieron al evento y abrieron con sus
notas gemidoras un coloquio sutil, enduendado y trémulo. No se puede tocar
mejor por alegrías. La llamada, la escobilla, los desplantes y el paseo, todo
tan brillantemente interpretado, llevaban a Carmen, acunada por el ritmo, a un
viaje apasionado y satisfecho.
Hechizados
por la magia de la noche, surgieron más y más momentos de pasión y de locura.
Sus pies alborozados, peinecillos y claveles en el pelo, el vaivén de sus
caderas y sus ojos de misterio alzaban dos palomas de sus manos que volaban
hacia el cielo.
La luz del claroscuro jugaba en rojo y malva cenital con pasos,
desplantes y paseos que Carmen dibujaba en el espacio, asistida por el duende
que asomaba y se evadía a su deseo.
Se dejó la piel por bulerías con un apasionado
taconeo que pasaba de lento a trepidante, de muy fuerte a manejable, de amargo
a placentero, y rozaba por momentos la intensísima agonía de su propio
desaliento.
Jadeante,
sudorosa y quebrada por el baile, se fue acercando poco a poco a la altura del
flamenco y vuelta de espaldas nuevamente, otra vez, muy despacito, envuelta en
la delicia de un arpegio, le devolvió su mantón sobre los hombros y se perdió
entre las luces roja y malva que nacían desde el suelo.
La
insistente ovación del auditorio, hizo que Carmen saliera al escenario varias
veces a recoger el dulce alimento espiritual que requieren los artistas hasta
que lentamente se atenuaron los aplausos y se sintieron los cuchicheos. Fue
entonces cuando ella se perdió entre bastidores con su paso taciturno y lento.
Ya está
Carmen otra vez frente al espejo solitario; la urgente luz del camerino
descubre ahora su inmensa soledad, sola ella misma, sin boatos ni artificios,
sin aplausos ni jaleos, sin compás ni melodía, sin el hondo suspirar de las
guitarras ni la magia sin igual del cantaor y su voz de terciopelo. Dos
lágrimas acuden a sus ojos por sorpresa, que ella deja resbalar hasta la boca
comprobando el disgusto tan amargo que nos suele acarrear el desamor, el
abandono y la idea inoportuna de los celos:
-¿Qué
nos pasó?- Se pregunta llena de distancia, pesadumbres y desvelos; los
fantasmas de la noche se instalan en su mente y prometen perseguirla hasta que
llegue un día nuevo.
Un
sollozo amargo se acurruca en su pañuelo y de nuevo se pregunta: “¿Quién recoge
lo grácil de tus caricias, tus palabras amorosas y el sabor de aquella
violencia incontenible que brotaba en nuestro encuentro?”
Todo se
ha esfumado de repente como el carmín y el maquillaje de su rostro; su mantón
traído de Manila y bordado de arabescos, sus zarcillos, sus peinetas, y sus
viejas castañuelas reposan sobre la mesita del triste camerino, como un montón
abandonado de infelices amuletos.
De nuevo
en La Alameda, la luna de Sevilla, redonda como un farol y brillante como un
espejo, golpeaba sobre el tejado del teatro, y un aroma hecho con flores de
naranjos y limoneros, embrujaba los aires
de la noche y el ritual acompasado del paseo.
Tan solo
tenía que tomar un taxi para llegar, una vez más, a la habitación de un nuevo
hotel, que siendo distinta casi siempre, es la misma cada noche: una enorme
cama vestida con una colcha verde gris tornasolado y sus frías sábanas blancas,
los espejos aburridos, las herméticas ventanas, las pinturas de los cuadros, y
ese tufillo a rancio ambientador, empalagoso y tristón, que Carmen ya conoce y tanto la desagrada.
Esta es
su soledad más dura y prolongada… el insomnio la invita a la lectura en espera
que aparezca el dios Morfeo y la saque de su agobio, pero todo se resiste y
vuelve otra vez la ilusión de una nueva cita con aquel que es lo que más
quiere, que la busca y la provoca cada tarde en el proscenio con el eco de su
voz tan jonda y desgarrada, su estampa erguida de negro riguroso, el jugueteo
del mantón, y el mensaje de amor que esconde en su mirada.
Ahora
galopa por su entraña un caballo sin freno envuelto en rosas rojas y rabia
congelada, es un potrillo perturbado que no emplea la razón y se destroza cada
noche esperando el día que detenga su perfil amoroso el cantaor, y retorne a
los suspiros de su almohada, al rumor de sus palabras amorosas y a la enorme
excitación de un nuevo encuentro que devuelva el brillo también a su mirada.
Ese día,
cuando Carmen suba de nuevo al escenario, quizás desaparezca el embrujo
que ponía en cada gesto de su raza
bailaora, es posible que del antiguo menosprecio del coplero y de su rabia
incontrolada brotara aquel baile único y genial que tantas estampas y emociones
despertaba. Quien sabe… habrá que verlo.
Paco Arana, de mi libro Flamencos y Taurinos
Amazón libros : Paco Arana
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