viernes, 15 de mayo de 2015

LA BAILAORA ENAMORADA



                               

 

                                                                            

La noche ya se había puesto íntima antes de que Carmen emergiera en el proscenio bajo una luz tenue y difusa. Fundida en bronce, igual que una diosa griega, fue subiendo sus brazos lentamente en pos del ritmo sincopado de unas palmas y un cajón flamenco. Duró, como todo lo bueno, lo que dura un suspiro, una caricia, un olé a tiempo, una sonrisa, un susurro, un quejío, o un te quiero.
Una voz desgarrada y profunda, hizo que Carmen girara su figura hacia el rincón donde se hallaba el cantaor. Erguido, serio y juncal, estaba allí de negro riguroso al pie de una silla de enea pintada en rojo bermellón e iba desgranando sus coplas llenas de tragedia de amor y de secreto.
Se acercó la bailaora lentamente hasta ponerse de espaldas al coplero que cantándole al oído y despacito, la fue quitando de los hombros el mantón, para que luciera más aún las formas delicadas de su cuerpo. La Venus de la danza, como una jaca desbocada, requería a los duendes del misterio.

Las guitarras y sus dejos orientales también acudieron al evento y abrieron con sus notas gemidoras un coloquio sutil, enduendado y trémulo. No se puede tocar mejor por alegrías. La llamada, la escobilla, los desplantes y el paseo, todo tan brillantemente interpretado, llevaban a Carmen, acunada por el ritmo, a un viaje apasionado y satisfecho. 
Hechizados por la magia de la noche, surgieron más y más momentos de pasión y de locura. Sus pies alborozados, peinecillos y claveles en el pelo, el vaivén de sus caderas y sus ojos de misterio alzaban dos palomas de sus manos que volaban hacia el cielo.
La luz del claroscuro jugaba en rojo y malva cenital con pasos, desplantes y paseos que Carmen dibujaba en el espacio, asistida por el duende que asomaba y se evadía a su deseo.
Se dejó la piel por bulerías con un apasionado taconeo que pasaba de lento a trepidante, de muy fuerte a manejable, de amargo a placentero, y rozaba por momentos la intensísima agonía de su propio desaliento.
Jadeante, sudorosa y quebrada por el baile, se fue acercando poco a poco a la altura del flamenco y vuelta de espaldas nuevamente, otra vez, muy despacito, envuelta en la delicia de un arpegio, le devolvió su mantón sobre los hombros y se perdió entre las luces roja y malva que nacían desde el suelo.
La insistente ovación del auditorio, hizo que Carmen saliera al escenario varias veces a recoger el dulce alimento espiritual que requieren los artistas hasta que lentamente se atenuaron los aplausos y se sintieron los cuchicheos. Fue entonces cuando ella se perdió entre bastidores con su paso taciturno y lento.
Ya está Carmen otra vez frente al espejo solitario; la urgente luz del camerino descubre ahora su inmensa soledad, sola ella misma, sin boatos ni artificios, sin aplausos ni jaleos, sin compás ni melodía, sin el hondo suspirar de las guitarras ni la magia sin igual del cantaor y su voz de terciopelo. Dos lágrimas acuden a sus ojos por sorpresa, que ella deja resbalar hasta la boca comprobando el disgusto tan amargo que nos suele acarrear el desamor, el abandono y la idea inoportuna de los celos:
-¿Qué nos pasó?- Se pregunta llena de distancia, pesadumbres y desvelos; los fantasmas de la noche se instalan en su mente y prometen perseguirla hasta que llegue un día nuevo.
Un sollozo amargo se acurruca en su pañuelo y de nuevo se pregunta: “¿Quién recoge lo grácil de tus caricias, tus palabras amorosas y el sabor de aquella violencia incontenible que brotaba en nuestro encuentro?”
Todo se ha esfumado de repente como el carmín y el maquillaje de su rostro; su mantón traído de Manila y bordado de arabescos, sus zarcillos, sus peinetas, y sus viejas castañuelas reposan sobre la mesita del triste camerino, como un montón abandonado de infelices amuletos.
De nuevo en La Alameda, la luna de Sevilla, redonda como un farol y brillante como un espejo, golpeaba sobre el tejado del teatro, y un aroma hecho con flores de naranjos y limoneros, embrujaba los aires  de la noche y el ritual acompasado del paseo.        
Tan solo tenía que tomar un taxi para llegar, una vez más, a la habitación de un nuevo hotel, que siendo distinta casi siempre, es la misma cada noche: una enorme cama vestida con una colcha verde gris tornasolado y sus frías sábanas blancas, los espejos aburridos, las herméticas ventanas, las pinturas de los cuadros, y ese tufillo a rancio ambientador, empalagoso y tristón, que  Carmen ya conoce y tanto la desagrada.
Esta es su soledad más dura y prolongada… el insomnio la invita a la lectura en espera que aparezca el dios Morfeo y la saque de su agobio, pero todo se resiste y vuelve otra vez la ilusión de una nueva cita con aquel que es lo que más quiere, que la busca y la provoca cada tarde en el proscenio con el eco de su voz tan jonda y desgarrada, su estampa erguida de negro riguroso, el jugueteo del mantón, y el mensaje de amor que esconde en su mirada.
Ahora galopa por su entraña un caballo sin freno envuelto en rosas rojas y rabia congelada, es un potrillo perturbado que no emplea la razón y se destroza cada noche esperando el día que detenga su perfil amoroso el cantaor, y retorne a los suspiros de su almohada, al rumor de sus palabras amorosas y a la enorme excitación de un nuevo encuentro que devuelva el brillo también a su mirada.
Ese día, cuando Carmen suba de nuevo al escenario, quizás desaparezca el embrujo que  ponía en cada gesto de su raza bailaora, es posible que del antiguo menosprecio del coplero y de su rabia incontrolada brotara aquel baile único y genial que tantas estampas y emociones despertaba. Quien sabe… habrá que verlo.

                                                     Paco Arana, de mi libro Flamencos y Taurinos
                                                     Amazón libros : Paco Arana




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