LA BAILAORA ENAMORADA Paco Arana
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¡Qué maravilla!
El
rojo en tu vestido,
lunares negros,
al compás de alegrías
clavel
prendido
luce tu pelo.
La noche ya se había puesto íntima
antes de que Carmen emergiera en el proscenio bajo una luz tenue y difusa.
Fundida en bronce, igual que una diosa griega, fue subiendo sus brazos
lentamente en pos del ritmo sincopado de unas palmas y un cajón flamenco. Duró,
como todo lo bueno, lo que dura un suspiro, una caricia, un olé a tiempo, una
sonrisa, un susurro, un quejío, o un te quiero.
Una voz desgarrada y profunda,
hizo que Carmen girara su figura hacia el rincón donde se hallaba el cantaor.
Erguido, serio y juncal, estaba allí de negro riguroso al pie de una silla de
enea pintada en rojo bermellón e iba desgranando sus coplas llenas de tragedia
de amor y de secreto.
Se acercó la bailaora lentamente hasta ponerse de espaldas al
coplero que cantándole al oído y despacito, la fue quitando de los hombros el
mantón, para que luciera más aún las formas delicadas de su cuerpo. La Venus de
la danza, como una jaca desbocada, requería a los duendes del misterio.
Las guitarras y sus dejos
orientales también acudieron al evento y abrieron con sus notas gemidoras un
coloquio sutil, enduendado y trémulo. No se puede tocar mejor por alegrías. La
llamada, la escobilla, los desplantes y el paseo, todo tan brillantemente
interpretado, llevaban a Carmen, acunada por el ritmo, a un viaje apasionado y
satisfecho.
Hechizados por la magia de la
noche, surgieron más y más momentos de pasión y de locura. Sus pies
alborozados, peinecillos y claveles en el pelo, el vaivén de sus caderas y sus
ojos de misterio alzaban dos palomas de sus manos volando por el cielo.
La
luz del claroscuro jugaba en rojo y malva cenital con pasos, desplantes y
paseos que Carmen dibujaba en el espacio, asistida por el duende que asomaba y
se evadía a su deseo.
Se
dejó la piel por bulerías con un trepidante taconeo que pasaba de lento al
infinito, de muy fuerte a manejable, de amargo a placentero, y rozaba por
momentos la intensísima agonía de su propio desaliento.
Jadeante, sudorosa y quebrada por
el baile, se fue acercando poco a poco a la altura del flamenco y vuelta de
espaldas nuevamente, otra vez, muy despacito, envuelta en la delicia de un
arpegio, le devolvió su mantón sobre los hombros y se perdió entre las luces
roja y malva que nacían desde el suelo.
La insistente ovación del
auditorio, hizo que Carmen saliera al escenario varias veces a recoger el dulce
alimento espiritual de los artistas hasta que se atenuaron los aplausos
lentamente y se sintieron los cuchicheos. Fue entonces cuando ella se perdió
entre bastidores con paso taciturno y lento.
Ya está Carmen otra vez frente al
espejo solitario; la urgente luz del camerino descubre ahora su inmensa
soledad, sola ella misma, sin boatos ni artificios, sin aplausos ni jaleos, sin
compás ni melodía, sin el hondo suspirar de las guitarras ni la magia sin igual
del cantaor y su voz de terciopelo. Dos lágrimas acuden a sus ojos por
sorpresa, que ella deja resbalar hasta la boca comprobando el disgusto tan
amargo que nos suele acarrear el desamor, el abandono y la idea inoportuna de
los celos.
¿Qué nos pasó?, se pregunta llena
de distancia, pesadumbres y desvelos; los fantasmas de la noche se instalan en
su mente y prometen perseguirla hasta que venga un día nuevo.
¿Quién recoge los gemidos de tu
almohada, lo grácil de tus caricias, tus palabras amorosas y aquella violencia
incontenible que brotaba en nuestro encuentro?
Todo se ha esfumado de repente
como el carmín y el maquillaje de su rostro; su mantón traído de Manila y
bordado de arabescos, sus zarcillos, sus peinetas, y sus viejas castañuelas
reposan sobre la mesita del triste camerino, como un montón abandonado de
infelices amuletos.
De nuevo en La Alameda, la luna de
Sevilla, redonda como un farol y brillante como un espejo, golpeaba sobre el
tejado del teatro, y un aroma hecho con flores de naranjos y limoneros,
embrujaba los aires de la noche y el
ritual acompasado del paseo.
Tan solo tenía que tomar un taxi
para llegar a la habitación de un nuevo hotel, que es distinta casi siempre,
siendo la misma cada noche: la enorme cama vestida con una colcha verde gris
tornasolado y sus frías sábanas blancas, los espejos aburridos, las herméticas
ventanas, las pinturas de los cuadros, y ese tufillo a rancio ambientador,
empalagoso y tristón, que Carmen ya
conoce y tanto la desagrada.
Esta es otra soledad, todavía más
dura y prolongada y el insomnio la invita a la lectura en espera que aparezca
el dios Morfeo y la saque de su agobio, pero todo se resiste y vuelve otra vez
la ilusión de una nueva cita con aquel que es lo que más quiere, con aquel que
la busca y la provoca cada tarde en el proscenio con el eco de su voz tan jonda
y desgarrada, su estampa erguida de negro riguroso, el jugueteo del mantón, y
el mensaje de amor que esconde su mirada.
Ahora galopa por su entraña un
caballo sin freno, envuelto en rosas rojas y rabia congelada; un potrillo
perturbado que no emplea la razón y se destroza cada noche esperando el día que
detenga su perfil amoroso el cantaor, y retorne a los suspiros de su almohada,
al rumor de sus palabras amorosas, y a la enorme excitación de un nuevo
encuentro que devuelva el brillo también a su mirada.
Ese día, cuando Carmen suba de
nuevo al escenario, quizás desaparezca el embrujo que ponía en cada gesto de su raza bailaora, es
posible que del antiguo menosprecio del coplero y de su rabia incontrolada
brotara su baile único y genial que
tantas estampas y emociones despertaba. Quien sabe… habrá que verlo.
Paco
Arana - Noviembre 2011