martes, 13 de octubre de 2015

EL LEGADO DE DIONISIO



                
     




                               EL LEGADO DE DIONISIO
                                        Primera Parte

Cuando sonó el teléfono me asusté; estaba adormilada con el “rum-rum” de la tele de fondo y salté del sofá de inmediato. Antes de descolgar consulté el reloj de la repisa y me alteré más todavía, algo grave podría haber ocurrido para que alguien llamase a la una y media de la madrugada.
-Sí, dígame.
-Buenas noches. ¿Es usted Angustias López Romero?
-Sí, sí, dígame.
-Disculpe la hora, pero es que llamamos del Clínico. Su marido Dionisio ha tenido un accidente con el coche y está grave.
-Dios mío, ¿y ha preguntado por mí?
-Pues no Angustias. Ya le he dicho que está muy grave, debe de darse prisa.
-Bueno, si está muy grave voy enseguida porque... ocurre, sabe usted, que él tiene una orden de alejamiento por malos tratos y entonces... vale, vale ¿en qué habitación está?
-En la U.C.I. de la tercera planta.
Colgué el teléfono y lo levanté de nuevo para marcar el número de la parada de taxis. Me puse el abrigo, me calcé unos zapatos, la cartilla, el carné, el monedero, las llaves y el móvil. Cerré la casa y mientras bajaba en el ascensor pensé: “detrás de la puerta no queda nadie, así que, después de mí el diluvio. Mis hijos en Madrid y yo ahora no estoy para llamar y molestar al personal”.
En el trayecto hasta el Clínico intentaba imaginarme la realidad: desfigurado, inconsciente, lleno de tubos, catéteres... el taxista me consolaba amablemente:
-Tranquila, mujer, que ahora los médicos hacen maravillas con la cirugía.
Cuando subí a la planta, me esperaba a la puerta de la U.C.I. una enfermera bastante fuerte y relativamente joven.
-Eres Angustias, ¿verdad? -me dijo echándome una mano por encima del hombro- Lo siento, maja, tu marido ha fallecido. No hemos podido hacer nada.
<Ahora tienes que esperar hasta que lo bajen al depósito para hacerle la autopsia. Yo me quedo contigo para lo que necesites. Estoy aquí para eso. Si quieres llamar a alguien, cualquier cosa..., mi nombre es Consuelo.
-Y ¿no puedo verlo?
-Sí, claro, ahora bajamos, él está muy bien, ha sido un golpe de mala suerte y se ha desnucado, no ha sufrido nada.
Efectivamente, cuando le vi parecía que estaba dormido. A punto estuve de preguntar a la enfermera, pero opté por fiarme de ella. Estaba realmente muerto.
Lo observé durante unos minutos; siempre había sido un hombre hermoso y ahora que la muerte le adelgazaba las facciones con aquella rectitud y palidez, parecía  tallado en mármol. Seguía teniendo aquellos labios finos que siempre me inquietaron y aquellas manos tremendamente grandes y poderosas. Por mi mente pasaron un sin fin de malos recuerdos y estuve a punto de llorar pensando por un momento en lo que pudo haber sido y no fue.
Consuelo me fue explicando los trámites: firmar la defunción, la funeraria, las esquelas, llamar a la familia y, además, me dijo:
-En casos de accidente como este interviene el juzgado, hacen una investigación de puro trámite y si todo está en orden luego te darán todas sus pertenencias.


       En ese momento me di cuenta de que todavía no había derramado ni una sola lágrima. Consuelo pensaría que era una despiadada, pero con el calvario que había sufrido durante veinticinco años, ahora me sentía serena y totalmente liberada. Pensé que le debía alguna explicación y comencé entonces a contarle mi vida de matrimonio con Dionisio:


-Te parecerá extraño, pero si yo te contara lo que me ha hecho pasar a mí este hombre... Veinticinco años de borracheras, broncas y palizas. Ya de soltera se atrevió a levantarme la mano, y nada más casarnos empezó con sus brotes de locura y alcohol. Ha sido para mí un verdugo dañino y vengativo; le daba lo mismo pegarme delante de sus hijos, se ensañaba conmigo a golpes y a veces tenía la desfachatez de llamar por teléfono a mi madre para que oyera los gritos. Luego, eso sí, venía como un cordero lloriqueando y pidiendo perdón y hasta traía un presente para mí, ya sabes, pasteles o una joyita, algo para celebrarlo. ¡Qué cabrón! Me lamía las heridas como el perro de San Roque.
<Perdona, Consuelo, que hable así, pero... Una vez lo consulté con mi suegra; la expliqué el problema y me dijo que debía aguantar un poco, que su Dioni era muy bueno en el fondo. Me dijo que a ella también la había pegado su difunto marido alguna vez, pero que siempre procuraba llevarle bien para que el daño fuera lo justo.
-Angustias, maja, con esos antecedentes familiares no me extraña... Pero bueno, yo no me dejo hacer tres hijos... A la primera paliza le había mandado con su madre.
-Sí, pero no sé si lo vas a entender, a él le gustaba verme llorar, y yo prefería hacer las paces. Claro que, como aquello no era normal, con el tiempo se fue deteriorando la relación y ya no aguantaba las palizas. Los niños sufrían también y yo le puse varias denuncias hasta conseguir la orden de alejamiento. Eso para mí ha sido un sin vivir, y él no lo ha digerido todavía: Anónimos, amenazas en el móvil, llamadas secretas... bueno, ya pasó todo, no sé si vendrán mis hijos mañana para el entierro, dudo mucho que el mayor se decida, la última vez se despidió para siempre.
-Yo creo que debes acostarte –me aconsejó Consuelo-, mañana te espera un día muy ajetreado, así que te voy a dar una pastilla, y si ves que no concilias el sueño te la tomas. Mañana nos vemos en el tanatorio.
Al día siguiente estaban allí mis tres hijos, mis amigos y familiares y, por supuesto, los de Dionisio. Allí sí que me emocioné cuando me abrazaron mis hermanos y mi madre que me besó y me dedicó una sonrisa de aliento y amparo. Fue todo muy rápido, enseguida pasamos a la capilla, y el cura solucionó la misa y la plática en media hora. Acto seguido, la incineración.
Cuando pasó todo, se me acercó un sepulturero y me entregó las cenizas de mi marido en una urna. Mi hijo mayor me pidió que se las diese a él y me dijo:
-No te preocupes, mamá, que de esto me encargo yo.
Consuelo me esperaba para despedirse; estaban con ella dos señores que yo no conocía y me mandaron pasar a un cuarto. Allí me habló el  más joven:
-Somos de la brigada de investigación. Bueno, Angustias, aquí tiene las cosas de su esposo. ¿Sabía usted que Dionisio tenía una pistola?
-No, no lo sabía.
-Pues la llevaba en el bolsillo de la gabardina  y cargada con seis balas. Puede dar gracias a Dios por el accidente; si no, a estas horas podría usted estar enterrada.
<La pistola se la requisamos, pero tenga usted este sobre que también llevaba consigo su marido; contiene una carta que había manuscrito para que la leyeran sus hijos. Nosotros preferimos que la lea usted y si luego la destruye… mejor para todos.
Abrí el sobre temblando, reconocí su firma y leí en silencio:   

                               
QUERIDOS HIJOS:
VUESTRA MADRE Y YO NO VEMOS SOLUCIÓN PARA SALVAR NUESTRO MATRIMONIO, Y HEMOS DECIDIDO DEJAR ESTE MUNDO DE TORMENTOS, VIOLENCIA Y ESCÁNDALOS.
AHORA YA VAIS A SABER SIEMPRE DÓNDE ESTAMOS Y NO OS TENDRÉIS QUE AVERGONZAR POR NADA.
BESOS
                                                                Dionisio García Chamorro
                               



                       EL DESCONSUELO DE ANGUSTIAS
                                          

Aquel catorce de febrero había recogido todas las pruebas necesarias en torno a la muerte del infeliz que yacía en la sala mortuoria del Clínico. El informe del forense era esclarecedor y no ofrecía dudas de que se trataba de un accidente de automóvil, pero yo quería evidencias simples y comunes para, con mis interrogatorios, desbaratar a un posible asesino.
Don Licinio Bartolomé, por entonces mi jefe de departamento, me había insistido en que dejara la investigación:
-Amigo Dorín, esto lo veo yo más claro que el caldo del hospicio. El Dionisio este, ya me dirás las intenciones que llevaba con su pipa y su manuscrito, se había encalomao media manguana de moyate pa quitarse la jindama y se salió de la polvorosa. Ya ves tú en la Curva del Diablo, anda que no ha palmao allí gente ni nada...
-Todo parece evidente, don Licinio, yo solo quiero hacer unas comprobaciones y observar durante un tiempo a esa pobre mujer, aunque me imagino que ahora empezará a vivir un poquito.
-Chachi Penh, Dorín -me respondió en su jerga romaní acostumbrada-. En tres meses naque-ramos otra vez tu y yo, que no me mola nada que se amontone el curro. ¿Vale?
Tenía que moverme con rapidez y eficacia para conseguir pruebas contundentes, lo inmediato era vigilar en corto a la viuda.
Averigüé que trabajaba de cajera en un Super; los horarios, las amistades, los lugares más cotidianos... ciertamente pasé unos días siguiéndola de casa al trabajo y del trabajo a casa. No salía nunca, no tenía siquiera que hacer la compra, hice guardia varias noches vigilando la ventana y la puerta de su casa y nada, sin novedad.
Seguro que don Licinio me iba a atosigar con su impaciencia, y necesitaba alguna pesquisa para aplazar un poco más la investigación.
Fue un domingo en la Plaza de España, que por casualidad me crucé con ella y casi no la reconozco. Iba muy bien vestida y arreglada de peluquería y maquillaje. Cierto es que las viudas mejoran por días. Pero bueno... nada que ver con la mujer que yo había entrevistado en el tanatorio. Me volví para seguirla unos pasos al tiempo que la observaba con detalle. Me llamaron la atención sobre todo, los zapatos de tacón alto y las medias de costura rectilínea que llevaba, y no digamos el culete  aquel embutido y apretado en una falda de tubo color malva brillante.
Se subió a un Audi 100 azul diplomático y suerte que dio la vuelta casi completa a la fuente de los delfines, que si no, me hubiera quedado sin tomar la matrícula. El conductor no me resultó desconocido, era un hombre de cuarenta y pocos años; para ella, sin duda, un mocito.
-Vaya, vaya. Ya llueve menos, -pensé.
Resultó ser Abundio Romero Reyes, lástima de nombre tan deslucido con los ilustres apellidos que gastaba el mozo. Natural de Zamora, soltero de cuarenta y cinco años, visitador médico de un conocido laboratorio farmacéutico y totalmente blanco en nuestros archivos policiales.
Cuando vi la fotografía del carné, dudé un momento pero... ya está, del Café de la Petenera, claro, allí echaba la partida muchas tardes. Se juntaban varios colegas, algún médico, empresarios... él a mi no me conocía, con lo cual, podría observarle con tranquilidad.
Dos días tardé en acercarme al Café, y efectivamente, allí estaba jugando al chinchorro. Eran cinco y el que daba no jugaba; nada serio, se ventilaban diez euros a ciento una y echaron varias partidas. Abundio animaba el cotarro y anotaba los tantos en medio folio.
Esto sí que me interesaba, esperé hasta el final y, aprovechando el descuido cuando se levantaron todos para pagar en la barra, trinqué el papel donde Abundio había ido anotando las partidas. En este escrito en cuestión podría  estar la clave para esclarecer las dudas del accidente del día de San Valentín.
Cuando volví a la jefatura, le expliqué a don Licinio mis averiguaciones, con detalles del mozo que acompañaba a la viuda, y las pruebas que esperaba obtener comparando aquella nota macabra del difunto, de la que conservaba fotocopia, con las anotaciones hechas por Abundio en el Café de la Petenera. Tan solo esperaba el informe del calígrafo.
-Y ¿Qué pasa? –me cortó Don Licinio- Que porque se la esté pirabando va a tener que ser él el que lo maró. No confundamos las ganas de joder con la realidad de las cosas. A ver que dicen los “escribanos”, y tranquilo Dorin, que tú serás un buen madero, pero espera a ser un pureta como mi menda.
Recabé toda la información posible de Abundio Moreno y descubrí que lo conocían en muchos ambientes, con ese nombre, desde luego, era para no olvidarlo y además tenía fama de buena gente. Compaginaba el trabajo de visitador médico con sus clases de artes marciales y, me confiaron, en secreto, que llevaba por lo menos un año enrolladillo con una cajera del Super.
Dos semanas tardó en llegar el informe de los calígrafos. El resultado era evidente: En lo referente a los números escritos en la nota del fallecido, coincidían todos los rasgos con el papel escrito por Abundio en la partida de cartas del Café de La Petenera, la firma de Dionisio era una copia burda y nerviosa de la original, y de nuevo, las letras de palo eran idénticas entre ambos documentos. Ya podíamos proceder.
Eso fue lo que me dijo don Licinio cuando vio los informes:
-Con esta prueba, Dorín, puedes actuar de oficio. Hay que detenerle para el interrogatorio. En estos casos pasionales, suele ser fácil; la culpa no les deja vivir y enseguida se derrumban y cantan.
Le leímos sus derechos constitucionales en calidad de detenido, y después de pasar la mañana aislado en el calabozo, lo sacamos para interrogarle. En presencia de un abogado de oficio y con una grabadora sobre la mesa, le hicimos el corréate entre los dos y comenzó don Licinio las preguntas.
-Estás bajo sospecha en la muerte de Dionisio García. ¿Lo conocías?
-De oídas nada más.
-Ya sabes que estaba casado y tenía dos hijos, ¿no?
-Yo creía que estaba separado.
-Pues no, estaba en trámites de separación, que no es lo mismo.
<Tenemos pruebas de que el accidente fue provocado, y hay un asesino suelto que ha ido dejando señales por todas partes. Nos tienes que demostrar dónde estabas tú el día San Valentín, ya sabes, el catorce de febrero a las diez y media de la noche.

-Déjeme pensar, ahora no recuerdo...
-Bueno, no pasa nada. Tengo entendido que tú conoces a la viuda. ¿No?
-Pues sí, la he ayudado en algunas cosas. La suelo ver de vez en cuando.
-Entonces, sois amigos ¿verdad? Pues la vamos a citar para comprobar unas muestras que recogimos de su difunto marido.
-¿Conoces esto? –le inquirió don Licinio colocando la fotocopia del escrito del difunto delante de sus ojos.
-No me suena de nada.
-Pues debía de sonarte, por qué la has escrito tú. Nosotros te vamos a ayudar a recordar todos los detalles de aquella noche de San Valentín.
Me cedió el turno don Licinio y proseguí el interrogatorio.
-Nos hemos enterado de que eres profesor de kárate. Me imagino que conocerás los puntos vitales del cuerpo, así como un sin fin de golpes para noquear y si me apuras hasta para matar a un posible adversario. ¿Verdad?
-Yo no he hecho nada.
-Tú, Abundio, seguiste a Dionisio aquella noche hasta que llegó a su automóvil, allí lo abordaste y sin mediar palabra, lo asestaste un golpe certero y mortal en la nuca. Luego lo metiste dentro y condujiste hasta la Curva del Diablo. Perfecto. Solo faltaba despeñarlo. Muy bien, lo sentaste en el asiento del conductor y hasta fuiste capaz de colocarle el cinturón de seguridad, claro como ya estaba muerto... ¡ahí va eso!
 <Tenemos más pruebas Abundio, y no tienes coartada.
-Era un cabrón, se merecía eso y más –gimoteó Abundio-. Pero ella no sabe nada.
-Dinos de donde copiaste la firma de Dionisio.
-Me fijé en los dibujos que hay en el pasillo.
-O sea, que os veíais en su casa ¿verdad? Pues nada más. Mañana decidirá el juez tu ingreso en prisión. Puedes hacer dos llamadas a quien tú quieras.
-Sí, por favor -pidió Abundio.
Le acerqué el teléfono, marcó el número y al rato dijo:

-Buenas noches Angustias. Soy yo, Abundio. Este domingo no me esperes –y colgó.
                             







           NOTAS DE TRADUCIÓN DEL CALO AL CASTELLANO
Menda= Yo mismo. Madero = Policía. Maró = Mató. Pirabando= Follando, Jodiendo... Pureta = Viejo. Palmao = Muerto. Moyate = Vino fino. Manguana = Botella. Polvorosa = Carretera. Jindama = Miedo. Chachi Penh = Muy bien. Naque-ramos = Hablamos. Curro = Trabajo. Mola = Gusta. Pipa = Pistola. Correate = Acorralamiento.

                                    De mi libro: Te acuerdas de cuando entonces
                                           En Amazón libros: Paco Arana