domingo, 4 de julio de 2021

EL PEREGRINO GALLOFA



 

                              EL PEREGRINO  GALLOFA  Paco Arana

                                     EL VENTORRO SAN ISIDRO

                                 

 

Podrían ser de las cinco y media de la tarde de aquel día del mes de Julio en que el sol consumía las charcas y agostaba los sembrados, los pájaros se caían relochos de calor y las ovejas de los rebaños abandonaban los rastrojos y se apresuraban en busca del sombrío de las choperas.  
Puerta adentro del Ventorro San Isidro, situado a tres kilómetros largos de la ciudad de Burgos, se adormilaba Pancho Alcoba sentado a horcajadas en una silla de enea y apoyado con los brazos y mentón sobre el respaldo. Más de ochenta kilos y más de sesenta años de honorable ventero descansaban en aquel sillón, en que velaba sus pesadillas mostrando la cabeza repleta de canas y el rostro  encarnado y reventón. “-Esta tarde, con la que está cayendo, no pasan por aquí los peregrinos” (debía de estar pensando el ventero), cuando se abrió paso por la puerta uno inconfundible por su atuendo. Famélico, de barba entrecana, andrajoso de capa, sombrero de fieltro adornado con diferentes insignias y  concha santiagueña, se  apoyaba en un bordón de avellano y colgaba al hombro su petate y su zurrón, que, por el bulto, no parecían guardar ni muchos enseres ni sabrosas pitanzas.
-Toma aliento peregrino –le dijo Pancho deteniéndole el paso con un gesto-, que esta es la hora en que ni el perro le sigue al amo.
-Dios te lo pague hermano. Y llenadme de agua esta alcarraza, por favor, que el camino se hace tan largo y angosto en estos días que, apenas cae la noche vuelve el sol a despertarme de nuevo con su luz y me es casi imposible conciliar el sueño.
-¿Y dónde está la prisa, Peregrino? ¿Acaso crees que se le van a acabar a Santiago los milagros?
-Salí de San Juan de Ortega esta mañana, con una triste sopa de ajo bailándome en las tripas y los buenos consejos del padre Marroquín, que predica la abstinencia y el sacrificio para alcanzar la gloria. Pero esto no es nada; que yo vengo arrastrando estas miserias desde Olite y voy engañando la panza como puedo gracias a la fruta verde de las huertas, a los acigüembres y a otras hierbas silvestres que me brindan los zarzales del camino, 
¿Y qué buscas en Santiago? Muerto de hambre. Te llenarás de ampollas y de liendres y caerás enfermo.
-Buscar, buscar, no busco nada –respondió el hombre-, más bien, desde hace un año largo, tan solo intento escabullirme.
-¿Te persigue la justicia navarrico? –preguntó de nuevo Pancho, buscándole el acento.
-No, no. Me persigue mi mujer, que no es lo mismo.
-No te lo creas peregrino, te lo dice Pancho. Ya te hubiera retenido a su capricho si la hubieras interesado. Ellas nos eligen y ellas nos desprecian de tanto complacerlas. Lo que te ocurre a ti, es que no te atreves a volver a casa, aunque seguramente estés mejor vagabundeando por ahí de peregrino falso.
-De verdad que la tomé recelo y huí, pues es muy rencorosa.
 
-Ya lo sabía yo; pues si es como tú dices, date por jodido compañero, que según la sagrada Biblia, que algo debe saber de estas cosas: Es mejor vivir solo en el desierto, alimentado de higos chumbos, orugas y langostas chirriadoras, que con una mujer llena de tirria.
 
-Si me diera usted cobijo aquí en la venta –suplicó con humildad el peregrino-, yo le serviría como un fiel vasallo; ya no aguanto las penurias del camino y por una cama caliente y un corrusco de pan duro le haría los mandados.
 
Lo miró Pancho con un gesto compasivo y en un tono casi autoritario, le dijo con voz ronca:
 
-Lo primero que tienes que hacer para servir en esta casa, es asearte y comer de fundamento... y luego hablamos.
-¿Y dónde puedo?...
Curro se acordó de las cuadras, pues no hacía tanto que durante las ferias de ganado, se alojaban en el ventorro al menos una treintena de personas con sus respectivas reatas, pero desde que desaparecieron los mercados, le bajaron a Pancho los ingresos y andaba dándole vueltas a la mollera para enfocar su negocio hacia el buen yantar para una clientela más selecta.  
-Ven conmigo peregrino.
Le condujo Pancho hasta el fondo de la casa, y atravesaron después por un patio donde convivían una cabra, varias gallinas ponedoras con su gallo semental, y una jaula de conejos; en un lateral había un pilón con una fuente incesante de agua fina y, espatarrado sobre el frescor de los cantos rodados del suelo, dormitaba un mastín enorme con los ojos entrecerrados. Abrió el portón de las cuadras y le indicó:
-Aquí te puedes alojar como desees, nadie te va a molestar, te puedes traer un jergón y llenarlo con paja del trillo. Yo te acercaré una bombilla, pues no quiero que enciendas lumbre, ya que aquí se encuentra toda la leña que antes canjeaba por el estiércol del ganado. El agua de esa fuente que has visto en el patio puede hacer milagros con tu piel y tu pelambre. Así que a la faena.
 
Se arrellanó el hombre sobre un pesebre y echó una mirada escrutando todos los rincones, techos y paredes de aquella cuadra. Le gustó, por demás, una lucera formidable por la que podría observar la luna y las estrellas y así no echaría a faltar las viejas noches pasadas a cielo raso, en que el viento peinaba los sembrados y las arboledas que a veces le adormilaban y otras le sobresaltaban.
 
Aquella nueva situación le podría cambiar la vida; bien es verdad que, tendría que ganarse el pan, pero... –El señor Curro parecía buena gente. 
 
Apareció el peregrino pasada al menos hora y media, y ya no era ni la sombra de sí mismo; se había bañado, rasurado y arreglado el pelo, y lucía, aunque arrugada, una camisa blanca y un chaleco gris de rayas negras con su pantalón a juego. Se había quitado diez años de encima.
 
-Esto es otra cosa, hombre, cómo sabía yo que detrás de esos andrajos había casi, casi, un caballero. Tú, de esta guisa, me podrías servir las mesas en los días de jaleo; a ver si se me llena el comedor a medio día, que buena falta me hace...
 
-A juzgar por el olor a estofado que viene de la cocina, creo yo mi amo, que, a poco que nos espabilemos, puede usted hacer dos turnos de comida, cuando menos. 
 
-No me llames mi amo, compañero, que estoy bautizado como Francisco, y, a todos los efectos, yo soy Curro el del Ventorro. Y tú, debieras ponerte un apodo que te agrade que si no, te vas a quedar con el de Peregrino.
 
-Ninguno mejor me oculta y me acoge en esta huida, pues seguro estoy de que mi esposa me habrá denunciado por adulterio y abandono, y, aunque vive Dios que lo primero no es cierto, me andarán buscando los civiles  para apresarme y hacerme cumplir las ordenanzas de mi pueblo.
 
Al día siguiente comenzó El Peregrino a preparar el comedor y a servir las mesas. Realmente parecía que le venía de raza aquel oficio, que además le trajo a Curro también la buena suerte pues, coincidiendo con su llegada, comenzó a llenársele el comedor, y había días que no daban abasto a servir a tantos parroquianos como acudían atraídos por la fama de los guisos que preparaba su mujer. Amelia, que así se llamaba la señora, a más de hacendosa y limpia como los chorros del oro, tenía una mano tan especial para la caza que hacía las delicias de su nueva clientela, compuesta de industriales, comerciantes, mandos militares y frailes entre otros.
 
De verdad que era buena gente aquel ventero. Amén del hospedaje y la comida, le daba al Peregrino una paga por semana para sus caprichos y sus bártulos, de forma tal que se sentía este tan a gusto y reconfortado con su nueva condición en el Ventorro, que no echaba de menos, para nada, sus desdichadas andanzas del camino. El carácter del ventero y la disposición del peregrino armonizaron en aquella empresa, y, en dos años, no hubo entre ellos ni un sí ni un no. Cualquier insinuación de Curro, era una orden para El Peregrino. El amo en su casa, Dios en la de todos y el criado en los cobertizos.
 
Pues sí, dos años justos habían pasado desde aquel caluroso día de Julio y ocurrió que, un mediodía, apareció en el comedor un hombre que, a juzgar por su atuendo y destartalo, recordaba a aquel falso peregrino, que se había convertido ahora en  sirviente de ventorro. Tomó asiento en una mesa y fue El Peregrino quien se dispuso a atenderle.
 
-Buenos días, caballero. Tenemos callos, chanfaina, bacalao, guisado de conejo y de liebre, tortillas, estofado de pichones y perdices, filetes de ternera, de lomo, escabeche de chicharrillo, congrio...
 
Parecía interminable la lista de los platos del Ventorro San Isidro, pero no dudó ni un momento el nuevo parroquiano.
 
-Tomaré la chanfaina, pan y vino –dijo el hombre.
 
No tardó
El Peregrino en servirle la comanda, y no pudo este por menos que abordarle con sus preguntas:
 
-¿Viene de muy lejos? Buen hombre.
 
-Vengo desde Olite, amigo Anselmo -contestó sin levantar la vista del plato.
 
Sorprendido, le siguió observando por un rato y exclamó:
 
-Me valga el cielo, pero si es Ambrosio, mi vecino. Te he reconocido por la voz, porque… con ese ropaje y esa barba...
 
-No te apures, que no voy a descubrirte, todo el mundo sabe en Olite que huiste de tu esposa y puedes estar seguro que no ha de reclamarte nada. Ella vive tan feliz amancebada con una antigua amiga; una mari macho desertora del convento de Las Clarisas, con la que parece haber encontrado su verdadera orientación carnal y su acomodo.
 
-Ahora entiendo su apatía y su desprecio amigo Ambrosio. ¿Y qué haces tú en el Camino de Santiago?
 
-De siempre me llamaron la atención las campanas de la iglesia, y me inicié de peregrino, pero no he alcanzado categoría alguna, de curioso, ni pícaro ni devoto, así es que ahora busco un convento que me acoja aunque sea de lego o de hortelano para alejarme, en lo que pueda, de las vanidades de esta vida sin sentido; me han dicho en San Juan, que en La Cartuja de Miraflores podrían ampararme.
 
-Esos frailes pasan hambre, Ambrosio; lo sé de buena tinta.
 
-No pasa nada, Anselmo. Nosotros ya estamos criados y además, ya sabes que el hombre es el único animal que se cava la fosa con los dientes, compañero.

martes, 8 de junio de 2021

LA PANDERETERA DE MAHAMUD


De entre los visitantes matutinos más curiosos y entrañables que aparecen por allí, hay una antigua panderetera de Mahamud, conocida por La Sardineta que tiene un desparpajo y una sabiduría popular increíble y acude casi a diario a la taberna para matar el gusanillo del arte y saciar a la madre del vino que la llama y reclama su ración. Congenia divinamente con La Chari, y:
-Buenos días Sardineta.
-Hola, Chari, buenos días. Dame un poquito de lo mío, por favor, que hoy vengo con una desazón en el estómago que si no meto algo...
-¿No te encuentras bien?
-Pero cómo me voy a encontrar, con estas pastillas que estoy tomando que no me hacen nada... pues mustia, hija, mustia y sin gracia, y además me ha dicho el médico que beba solo agua.
-Bueno, maja. Agua tiene el vino también.
-Eso digo yo, Chari.
-Una copita y se acabó. ¿Vale?
-Echa de lo bueno anda, majilla. Que a estas alturas de la vida...
-Pero tú, con los pretendientes que habrás tenido, te tenías que haber casao con un hombre de bien que te hubiera tenido como a una reina.
-De verdad que sí, maja. Hasta un notario tuve yo entre las piernas, sin olvidar mi antiguo novio inglés y algún que otro niño bien de la capital. Pero… el primero meaba muy alto, con el inglés no me entendía y los niños bien, son todos unos pan sin sal, así que…
-Bueno Sardineta, nunca se sabe.
-Qué no, maja. Qué no. Qué yo he sido una “Juana”, qué se lo he dao al más pintao y luego, si te he visto no me acuerdo.
-A ver si te vas a parecer tú a La Tontaina de Lerma.
-¿Y quién es esa pobre?
-Pues una moza que cambiaba el chichi por uvas y, a último fin, resultó que eran de la viña de su padre.
Muchas dianas y muchos pasa-calles de pueblo en pueblo lleva esta mujer a la espalda desde su juventud, muchos jarros y muchos tragos entre copla y copla como para que ahora, cumplidos los sesenta, tenga que dejarlo de repente; así que con toda esa añoranza... cuando empina el codo La Sardineta y se agarra al pandero, toma un ritmo de todos los diablos y empieza su repertorio de romances y jotas de picadillo. Tiene en la garganta un gracejo de vencejo chirriador y aguardentoso, pero el repertorio que recita no puede ser más sabio y divertido. Ahí van un par de botones para la muestra:
La falsedad de los hombres
lo digo porque lo sé,
si alguno me está escuchando
también lo digo por él.
A eso de la media noche
mi novio se arrimó a mí,
tocando la campanita
con el dinguilín, dinguilín, din.


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lunes, 31 de mayo de 2021

EL AMIGO PACO ARANA

                                                     EL AMIGO PACO ARANA


El amigo Paco Arana

disfrazao de picoleto,

con el debido respeto

en una fiesta gitana.

Aunque parezca macana,

no encontró  gorro mejor:

tres picos alrededor

que le cubren la sesera

de esta singular manera,

                             revestida de charol.                           

                                                                          Paco Arana-Mayo 2021

jueves, 13 de mayo de 2021

 


                                    EL DESTINO DE CURRO          Amazón libros: Paco Arana

                                                                                                                                     

Cuatro años llevaba Curro apacentando las cabras del Remigio; desde que terminó la primaria y falleció su padre, no había hecho otra cosa en el pueblo, y ahora pensaba que el oficio de pastor no iba a ser para toda la vida ya que hablaba demasiado con su perro Fusco, muy poco con su madre, que trabajaba de sol a sol en el colmao de El Manisero y tampoco podía jugar con sus amigos ya que las cabras no distinguían de domingos ni festivos para descansar un solo día; por otra parte, se sentía incómodo y arrinconado a cuenta de los comentarios dañinos de las gentes del pueblo que relacionaban a su madre con don Licinio que así se llamaba el susodicho Manisero, por tal motivo decidió Curro poner tierra por medio e ir en busca de nuevas gentes y nuevos lugares donde iniciar otra vida, lejos de los de los poderosos e ilustres potentados de su pueblo.
Aquella misma noche escribió unas letras de despedida para su madre; dejó la nota sobre la mesa de la cocina, agarró un hatillo con ropa y comida y comenzó a caminar rumbo a la ciudad. A cada paso recordaba el contenido de su carta y cómo se podría apenar su madre al leerla. El texto decía así:                                                                                    
                       Querida madre:   

                       He decidido irme del pueblo porque ya me he cansado de apacentar las cabras y creo que me merezco otra cosa mejor, si puede ser bajo techao.  Seguramente en la ciudad encuentre un buen amo que no se aproveche de mí y me enseñe un oficio. Entonces podrá usted venir a vivir conmigo y dejar ese pueblo tan ladino y venenoso.    
                     No debe de preocuparse por mí que yo saldré adelante y no me va a faltar trabajo, comida y techo.
                   Me imagino que a usted  tampoco le ha de faltar. Además la puede ayudar el señor Licinio  que tiene de todo y será amable y generoso con usted.
                  Yo escribiré en cuanto llegue. Un Beso.
                                                   
                                                                                                     Curro
                  Se adentró el chaval por el atajo campo traviesa para ganarle tiempo a la jornada, pero al rato se le comenzaron a representar las sombras caprichosas de la noche que le perseguían y acorralaban. El búho y el mochuelo lanzaban sus gritos estrepitosos semejantes a voces humanas y el viento le zumbaba en los oídos como un coro de almas en pena que  agonizaban y volvían a elevarse con su ritmo agazapado, misterioso y eterno. Las nubes dibujaban sobre su cabeza tenebrosas y extrañas figuras que corrían veloces hacia el único carámbano de luz que habitaba en el siniestro paisaje, que se distanciaba cada vez más hasta perderse por aquella lejanía inalcanzable para sus medrosos pasos.
No reconocía el horizonte aunque lo había recorrido casi a diario con las cabras. La noche lo disfrazaba todo y asustado, dejó el viejo atajo de Cantidueñas y  retornó a la carretera general por miedo a perderse. El asfalto le marcaba el camino inconfundible hasta Burgos y aceleró el paso para llegar de madrugada.
Más de ocho horas anduvo Curro con su hatillo y sus pensamientos, pero al fin paseaba despacio y tranquilo por el centro, descubriendo aquella ciudad que había despertado a un nuevo día, para él, luminoso, inquietante y prometedor.
Ahora, debía de buscar trabajo y hospedaje.
Al llegar a un paso a nivel del ferrocarril, Curro interrumpió el paseo  colocándose al costado de varios  peatones que, como él,  esperaban  al tren cada vez más agrupados y cercanos a la vía. El tráfico rodado lo detenía el guardagujas que manejaba desde su caseta una manivela para bajar la barrera roja y blanca  con su soniquete de martillo sobre la campanilla.
El expreso Madrid Burgos le pasó tan cerca que tuvo la sensación de ser aspirado hacia sus ruedas por la fuerza del rebufo. Era la primera vez que veía el ferrocarril, y le impresionó tanto aquella violencia tan enorme y ensordecedora que llevaba que, se retiró prudentemente hacia atrás, y miró con mucho interés y  expectación hacia las ventanillas de los vagones curioseando a los pasajeros que viajaban en el interior. Pasaban velozmente ante sus ojos y por lo que él pudo apreciar, se le antojaba que eran personas importantes, distinguidas y felices.
Cuando terminó de pasar el vagón de cola, comenzó a cruzar al otro lado con el resto de los viandantes. Caminaba a su derecha una señora que, observando cómo se alejaba el  tren, exhaló un suspiro.
 -¡Quién pudiera! En cinco horas están en Madrid.
Sin perder el paso, aprovechó Curro el inciso y continuó hablando con aquella mujer de aspecto elegante y amable:
-Estoy buscando trabajo -la confió-. Acaso usted podría...
-Mira qué majo. Pues eso depende de lo que busques, chaval, pero dos calles más arriba, en el bar del Rojo, han puesto  una nota en la puerta, que se busca camarero o pinche... no lo sé. Mira a ver si tienes suerte.
No dudó Curro en acercarse y al doblar la segunda esquina, ya le llegó un olor a vinazo mezclado con el humo de los cigarros, fritanga y escabeche de barril. Entró decidido en aquel local alargado que desembocaba en una puerta comunicada con un patio de luces utilizado como almacén. Desde allí había acceso a un retrete muy estrecho que albergaba al fondo la  “turca“, un sencillo artilugio que marcaba con sus pedales la posición de los pies, y un agujero aparente donde practicar la puntería fecal. Una escobilla y un cubo con agua servirían para que  los usuarios vertieran inmediatamente después de mover el vientre.
El mostrador era bastante alto, con dos barras metálicas muy brillantes y  del mismo grueso, que sobresalían una a la altura de los tobillos y otra, metro y medio hacia arriba, aproximadamente sobre los codos de los  parroquianos, dependiendo de su altura. Detrás, se adornaba la pared con un gran espejo ilustrado con la imagen de marca de Anís El Mono y con varias baldas de vidrio superpuestas que contenían diferentes botellas de licor. Más abajo, tres pellejos se inclinaban en una rampa que dirigía sus canillas hacia una tabla alargada. Tinto, claro y blanco, rezaban los letreritos y cada uno goteaba sobre su bandeja de barro correspondiente.
Seis mesas de hierro y mármol contó Curro y varios bancos corridos en la pared, así como diferentes taburetes rodeando las mesas.
A esa hora, tan sólo dos descargadores de la alhóndiga, fornidos y remangados, comían un bocadillo y bebían vino en la barra.
-Venía por lo del anuncio -se dirigió Curro al dueño.
-¿Ya conoces el oficio, chaval?
-En mi pueblo ayudaba en una tienda de comestibles y licores –le mintió-.
¿De qué pueblo eres?
-De Pradoluengo.
 -¿Ya saben tus padres que vas a trabajar? -siguió preguntando El Rojo.
-Lo sabe mi madre -respondió.
-¿Y tu padre?
-Va pa cinco años que murió.
-Pues tendrás que trabajar sin remedio... bueno, te pondré a prueba unos días y si me sirves te puedes quedar. Estarás como uno más de casa: cama, comida, propinas y el lunes libre, por si quieres ir al pueblo. Aquí se paga por semanas, así que ojo con el cajón que los anticipos los doy yo ¿entendido?
Con estas recomendaciones comenzó el muchacho a trabajar y, ciertamente progresó con prontitud, sobre todo en atención a la clientela a la que, sorprendía sirviendo a cada uno la bebida y ración acostumbrada y  nombrándoles con gran familiaridad.
Tendría El Rojo unos cincuenta años; era un hombre fuerte y chaparro, de ojos azules y abultados, carrillos, nariz y pelo rojos, así como las manos, que se le habían enrojecido a cuenta de los sabañones invernales. Hacía así honor a su apodo de El Rojo, si bien es cierto que ni los propios parroquianos sabían si era su verdadero apellido o un sobrenombre, aunque, por su aspecto y su tendencia izquierdosa, estaba realmente atinado y él se identificaba y sentía conforme. Había puesto en el letrero  Bar El Rojo, y muy pocos conocían su verdadero nombre y apellidos. En su documento nacional de identidad, figuraba: Aurelio Tobar Rojo.
Buena gente El Rojo, mucho genio pero buena gente. Muy caritativo, generoso, desprendido, dispuesto y servicial. Muchas cualidades le adornaban, y como él mismo decía: “Para ser buena persona, tienes que ser un poco rojo y te tiene que gustar el vino, y si no malo.”
En verdad que lo del vino, no lo hacía mal. Llevaba dibujado en la cara el mapa completo de La Rioja, que lo había ido diseñando desde muy joven a base de muchos porroncillos de vino tinto y no pocas copas de orujo que se auto recetaba para soportar las duras madrugadas del invierno burgalés.
En aquellos días había en la ciudad escasez de casi todo, y el escabeche de chicharro y las cebolletas eran un lujo para los almuerzos de su taberna, el vino también hacía su labor y disimulaba el hambre complementando la dieta de entonces.
Concurrían en el bar varias cuadrillas, sobre todo, gente obrera: dependientes de comercio, braceros, descargadores, artesanos, militares... Había otros establecimientos de más alcurnia y prestigio, pero Curro se encontraba muy conforme con su destino en aquel bar. El trato con la clientela y las atenciones del Rojo le hacían plenamente dichoso.
Tres años llevaba el muchacho trabajando y alojado en su casa como uno más. Así se lo había prometido su jefe, y así se cumplía el trato.
Cercano estaba Curro a cumplir dieciocho años y alcanzaba ya una altura de casi metro ochenta donde se adivinaba un hombre recio, cerrado de barba, tupida y ensortijada cabellera negra, más bien tostado de piel y algo cejijunto. Se le habían desarrollado las líneas del rostro, pero conservaba la nariz con su antigua forma y tamaño de mozalbete, que resultaba de este modo chata y respingona conformando una simpatía natural en su perfil; nada quedaba de aquel aspecto montaraz que trajera el chaval de Pradoluengo y con sus  expresivos ojos negros y su inseparable sonrisa, saludaba siempre atento:
-A los buenos días, señores. ¿Lo de siempre?
Estaban próximas las fiestas de su pueblo, y Curro pidió cuatro días de permiso a su jefe:
-Mire usted, señor Aurelio, la verbena de la víspera, La Virgen, San Roque y el perrito, que en mi pueblo también se celebra y hacen un baile de disfraces muy divertido.
Aquella tarde viajaba Curro a Pradoluengo con una alegría especial. El Rojo le había repartido las propinas y se vestía de arriba a abajo con una nueva camisa blanca y pantalón de mil rayas que acababa de comprar en la feria del Carmen y aun así le habían sobrado unas pesetas para salir de francachela.
En el autobús se respiraba un ambiente muy animado. La mayoría del pasaje se desplazaba como él para disfrutar de aquel fin de semana festivo. Observaba Curro el panorama recordando la amarga noche de su partida a la ciudad y se reconfortaba con su actual situación pensando que se dejaría notar en el pueblo con su nueva apariencia y desenvoltura. Por supuesto, ya no era aquel zagal que salió del pueblo después de abandonar el rebaño de cabras del Remigio.
En efecto, Curro despertó cierta curiosidad entre sus paisanos. Querían saber de su nueva situación en la ciudad y él no reparó en alardes y  fanfarrias detallando la buena acogida que le habían dispensado en casa del Rojo, donde pretendía crearse un porvenir estableciéndose en la plaza:
-Es muy buena gente y estoy como en mi casa –le dijo a su madre para reconfortarla-. Mal me tendría que ver para volver a este pueblo.
Tres intensos días con sus alocadas noches estuvo Curro bebiendo y bailando en su pueblo natal. Apenas si durmió y, llegado el remate de la feria con la noche de disfraces, su cuerpo se rindió y cayó en la cama con un cansancio terrible y una pítima tal que no dejó el sueño hasta pasadas las ocho de la tarde del día siguiente.
Todavía recuerdan sus paisanos su ocurrencia al comentar en la taberna la sorpresa que se había llevado cuando, asomado a la ventana de su cuarto y sin consultar el reloj, miró hacia el monte y observando la puesta de sol convencido que era de amanecida, se manifestó asombrado:
-¡Esta es cojonuda! –y añadió-. Pero si sale el sol por Cantidueñas.
Había dejado muy buena impresión entre sus amigos y conocidos y, al día siguiente, volvía el muchacho a la ciudad y a su trabajo en el Bar.
Día a día destacaba por su dedicación y sus atenciones, pero la situación económica de su clientela habitual iba a menos, y estando Curro cercano a cumplir con el servicio militar, El Rojo le aconsejó:
-Mira, muchacho; este negocio da lo justo y, llegado a este punto, sobre que te van a reclutar en un par de años y no sabes dónde te van a destinar, te convendría sentar plaza de voluntario en el Regimiento de Intendencia y así tendrás el currusco asegurao para dos años… además podrás echarme una mano en el bar y ganarte un dinerito para tus gastos.
-Yo se lo agradezco mucho, señor Aurelio y mi madre más.
-Está bien, Curro. Ahora toma nota de las pautas que tienes que seguir para convivir a gusto con la soldadesca, es muy sencillo: ojo de lince, paso de buey, diente de lobo y hacerte el bobo.
No dudó Curro de los consejos del Rojo y en dos semanas se vio en el Campamento de Cubillo del Campo haciendo la instrucción y preparándose para la jura de bandera. “¡Soldados! juráis a Dios y prometéis a España, besando con unción su bandera, respetarla, defenderla… y dar si fuera posible hasta la última gota de vuestra sangre.”
                                      Resultado de imagen de jura de bandera, años sesenta
De tanto escuchar semejante arenga en los ensayos previos, cuando llegó el día de la jura, le sonaba todo aquello como una retahíla patriotera que no le aportaba ninguna sensación; sin embargo, le ocurrió que, mientras el capellán pronunciaba la frase de rigor ”-En función de mi sagrado ministerio...”, se sorprendió al ver entre el público asistente a su madre que le hacía señas con el pañuelo y, de forma natural, sin compungirse ni sollozar siquiera, comenzó a derramar un abundante lagrimeo, que tuvo que dejar caer sobre su pechera para no quebrantar la marcialidad de su postura de firmes.
Se sintió avergonzado de que le vieran llorar sus compañeros, pero cuando rompieron filas y pudo besar a su madre, los dos se emocionaron, suspiraron y enjugaron  juntos sus lágrimas:
-Mi Curro ya se ha hecho un hombre -gimoteaba su madre-, y qué guapo que estás con este uniforme hijo mío, si pareces un almirante.
                                     
Nuevamente se preocupó El Rojo de recomendarle para que le dieran un buen destino en el cuartel; para ello, habló con su amigo el teniente González y, en efecto, quedó liberado de los servicios de instrucción, guardias y cocinas, quedando a su servicio de asistente particular.
De Machaca se había empleado Curro en casa del teniente, el enchufe doméstico más deseado por la tropa para no vestir el uniforme militar y dormir en casa. Estaba el soldado  encantado con su nueva ocupación fuera del cuartel; no tocaba el mosquetón ni de broma, vestía de paisano desde primera hora de la mañana, tenía acceso a la cocina y a los víveres, y a partir de las cinco de la tarde, podía trabajar y pernoctar en la casa-taberna del Rojo. Su única responsabilidad era asistir a los mandaos en casa del teniente, y esto lo había asumido con una disciplina espartana.
Con su simpatía natural y su  buena disposición, Curro le cayó muy bien a la señora y acudía a diario para colaborar en ciertas labores. Se encargaba de servir el carbón y la leña, arreglar el jardín, traer los pedidos del economato, y lo más importante, llevar la comida su esposo cuando estaba de guardia en el cuartel.
A las diez en punto de la mañana se presentaba El Machaca en casa del capitán para atender los requerimientos de Purita, como la solía llamar cariñosamente su marido.
Tendría ella entre cuarenta y dos años largos, entradita en carnes, monilla de cara y de mediana estatura. Algo especial tenía esta mujer en su mirada vivaracha de ojos verde-gris y en su boca sensual y sempiternamente coloreada de rojo carmín; vestía la señora una bata roja, muy larga, que se cruzaba y anudaba en la cintura, llevaba su negra cabellera recogida en lo alto con un prensil y se solía calzar unas chanclas morunas que asomaban puntiagudas por debajo de su bata. Era esta mujer un torbellino andante de acá para allá de la casa, abriendo las ventanas, sacudiendo la ropa y moviéndolo todo mientras canturreaba al unísono con las canciones retransmitidas por la radio.
Se personaba Curro a la hora acordada con los encargos y todavía le tocaba  trocear la leña, encender la estufa y tirar la basura; después de estas labores se despedía hasta el día siguiente. Purita andaba por la casa con la radio puesta en la cocina a todo volumen para, de esta forma, poder doblar con su canturreo, las canciones de moda que se repetían día a día en Radio Nacional de España,  la emisora que llenaba los espacios con noticias oficiales, novelas rosas, fútbol y pandereta, mucha pandereta. “Mi jaca... galopa y corta el viento cuando paso por El Puerto, caminíto de Jereeeé”, sonaba la radio.
Cada día daba instrucciones a Curro y le entregaba una nota con las compras a realizar en el economato militar, así como el dinero justo para el pedido.
-Lo tienes que traer a las doce, antes no vengas que voy a salir y no quiero hacerte esperar. 
Una mañana Curro se atrevió a dirigirse a Purita para alabar su verdadero arte interpretando aquellas canciones:
-De verdad, señora, que canta usted muy bien. Da gloria escucharla, siempre con esa alegría.
-Yo iba para artista, chaval, pero se metió el teniente por medio y se acabó el cante, la copla y la vida bohemia.
Purita se iba poniendo frenética a medida de sus palabras y siguió cantando y bailando cada vez más apasionada al compás de la música, con una destreza y profesionalidad admirables. En sus contorsiones, descuidaba su atuendo y dejaba entrever por la abertura de su bata roja, aquellas torneadas y blanquísimas piernas. Curro creyó haberla visto el pubis en un par de gestos y la seguía observando cada vez con más fijeza.
Ella se acercó bailando y bromeando a su alrededor, al tiempo que aireaba a los lados su bata roja. Curro permanecía encandilado e inmóvil con el trasero apoyado sobre la mesa de la cocina y cuando finalizó la canción, se le abrazó Purita con la bata desanudada en actitud seductora y jadeante.
Le latía el corazón al Machaca con tal fuerza y celeridad que no fue capaz de rebelarse. Instintivamente la tomó por las nalgas y empezó a magrearla apretándola todavía más contra sí. Ella le ayudó a desabrochar su camisa y el cinturón de sus pantalones, y le descubrió el miembro que, totalmente erecto, acariciaba y masturbaba con alocada efusión.
Con aquella pasión, no tardó Curro en lanzar todo el semen sobre los pechos de la señora.
 Un tanto avergonzado, intentaba abrocharse los pantalones, y ella le habló entonces:
-Es la primera vez que estás con una mujer, ¿verdad? No te preocupes, pasa al cuarto de baño y date una ducha. Ahí tienes jabón y toallas.

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Cuando salió Curro del baño intentó disculparse, pero ella le insistió de nuevo:
                                   
-Ya te he dicho que no te preocupes. Ven hasta el dormitorio que estaremos más tranquilos. Ya te voy a enseñar yo a hacer gozar a una mujer, que tú eres muy jovencito todavía… aunque, tendrás alguna amiguita por ahí. ¿Eh?
En su primer lance, Curro dejó a la señora que iniciara sus caricias y besuqueos, y fue ella la que condujo también el coito, que acabó de forma estrepitosa y plena de satisfacción  para ambos amantes.
Cuando salió de la casa, caminaba temeroso por las calles, pensando en las consecuencias tan graves que podría tener tras aquella situación:
-¡La mujer del teniente! –reflexionaba.
Por otro lado, había sido una gozada. Su primera aventura amorosa, y no se lo podía contar a nadie.
-¡Qué peligro! –se repetía.
Todavía le olían las manos al cuerpo de aquella mujer y se excitaba de nuevo al recordar su aventura.
Pasó toda la tarde despachando vinos y bocadillos de escabeche en el bar. Estaba un tanto ausente y distraído sin poderse concentrar en el trabajo. Su jefe que se dio cuenta, le preguntó:
-¿Qué tal te va en casa del teniente? Me imagino que te tratarán bien.
-De verdad que muy bien señor Aurelio, no me puedo quejar.
-Espero que cumplas con esa gente. Él es un poco raro y celoso… claro que, como la llevará diez años por los menos... ahora, ella es de simpática y tiene una gracia andaluza...
-Eso sí que es verdad. Y cómo canta de bien.
A la mañana siguiente, se dirigía de nuevo al cuartel para ponerse a las órdenes del teniente, que como de costumbre estaba en el bar de oficiales de convite. Curro se cuadró ante él con la frase de rigor:
-A la orden, mi teniente.
-Está bien chaval. No te retrases, que tendrás cosas que hacer en casa.
Aquel día, le pareció que, en efecto, el teniente era demasiado mayor para su mujer, y además se sintió celoso imaginándoselos juntos.
De nuevo en la casa, Purita le ordenó los recados con bastante frialdad, sin sugerir confianza alguna, cosa que él agradeció, pensando que se liberaba de aquella situación tan comprometida y peligrosa.
Pasaron unos días con ese trato apático y desdeñoso, hasta que de nuevo  volvió la señora a conectar la radio y a doblar las canciones con su voz. “La Lirio, la Lirio tiene, tiene una pena la Lirio...” Cuando empezó otra vez con las canciones y el baile, Curro retornó a los placeres de la cama, sin olvidar el riesgo de verse descubierto. Por otra parte pensaba también que “este hombre podría conocer la situación y consentiría en ello”, sabiendo que Purita necesitaba satisfacer la necesidad sexual que él no podría atender. Posesiva ella, le intentaba sonsacar en ocasiones:
-Tú, chaval, con lo guapo que eres, ya tendrás alguna novieta por ahí. ¿Eh?
Dieciocho meses más estuvo el muchacho cumpliendo el servicio militar, y atendiendo los requerimientos amorosos con que le favorecía la señora, a la que, últimamente,  también llamaba Purita en los momentos más íntimos y excitantes. No había días concretos, la clave del encuentro erótico lo iniciaba ella con su baile sensual y provocador.
El día que Curro dio por cumplidas sus obligaciones con la Patria, se sintió verdaderamente triste. Su amancebamiento con aquella mujer le había calado tan hondo en su instinto afectivo, que le reclamaba nuevos encuentros con la música, el baile y el sexo a escondidas.
-Ahora tienes que pensar en hacerte un hombre de verdad –le dijo El Rojo la primera mañana que volvió a su trabajo en el bar.
-Tiene razón, señor Aurelio, con mis ahorros podría establecerme en el pueblo, aunque me da un poco de miedo; ya sabe que Castilla no perdona a los que se tuvieron que ir pobres y miserables y vuelven con pretensiones de prosperar en los negocios.
Aquella misma tarde apareció el teniente por el bar. Tomó un completo, con su  café solo, su copita de coñac y su correspondiente faria, y estuvo un buen rato charlando con El Rojo. Al tiempo de salir, se dirigió a Curro:
-Que tal, muchacho. Ya tendrías ganas de licenciarte. ¿No?
-La verdad que yo estaba muy a gusto ayudando en su casa, mi teniente.
-Pues ya podrías ir de vez en cuando a arreglarnos el jardín. Mi mujer se queja del nuevo asistente, que, por lo visto, no debe de tener ni idea de eso.
-Encantado, no se preocupe que yo me pasaré una mañana de estas.