domingo, 4 de julio de 2021

EL PEREGRINO GALLOFA



 

                              EL PEREGRINO  GALLOFA  Paco Arana

                                     EL VENTORRO SAN ISIDRO

                                 

 

Podrían ser de las cinco y media de la tarde de aquel día del mes de Julio en que el sol consumía las charcas y agostaba los sembrados, los pájaros se caían relochos de calor y las ovejas de los rebaños abandonaban los rastrojos y se apresuraban en busca del sombrío de las choperas.  
Puerta adentro del Ventorro San Isidro, situado a tres kilómetros largos de la ciudad de Burgos, se adormilaba Pancho Alcoba sentado a horcajadas en una silla de enea y apoyado con los brazos y mentón sobre el respaldo. Más de ochenta kilos y más de sesenta años de honorable ventero descansaban en aquel sillón, en que velaba sus pesadillas mostrando la cabeza repleta de canas y el rostro  encarnado y reventón. “-Esta tarde, con la que está cayendo, no pasan por aquí los peregrinos” (debía de estar pensando el ventero), cuando se abrió paso por la puerta uno inconfundible por su atuendo. Famélico, de barba entrecana, andrajoso de capa, sombrero de fieltro adornado con diferentes insignias y  concha santiagueña, se  apoyaba en un bordón de avellano y colgaba al hombro su petate y su zurrón, que, por el bulto, no parecían guardar ni muchos enseres ni sabrosas pitanzas.
-Toma aliento peregrino –le dijo Pancho deteniéndole el paso con un gesto-, que esta es la hora en que ni el perro le sigue al amo.
-Dios te lo pague hermano. Y llenadme de agua esta alcarraza, por favor, que el camino se hace tan largo y angosto en estos días que, apenas cae la noche vuelve el sol a despertarme de nuevo con su luz y me es casi imposible conciliar el sueño.
-¿Y dónde está la prisa, Peregrino? ¿Acaso crees que se le van a acabar a Santiago los milagros?
-Salí de San Juan de Ortega esta mañana, con una triste sopa de ajo bailándome en las tripas y los buenos consejos del padre Marroquín, que predica la abstinencia y el sacrificio para alcanzar la gloria. Pero esto no es nada; que yo vengo arrastrando estas miserias desde Olite y voy engañando la panza como puedo gracias a la fruta verde de las huertas, a los acigüembres y a otras hierbas silvestres que me brindan los zarzales del camino, 
¿Y qué buscas en Santiago? Muerto de hambre. Te llenarás de ampollas y de liendres y caerás enfermo.
-Buscar, buscar, no busco nada –respondió el hombre-, más bien, desde hace un año largo, tan solo intento escabullirme.
-¿Te persigue la justicia navarrico? –preguntó de nuevo Pancho, buscándole el acento.
-No, no. Me persigue mi mujer, que no es lo mismo.
-No te lo creas peregrino, te lo dice Pancho. Ya te hubiera retenido a su capricho si la hubieras interesado. Ellas nos eligen y ellas nos desprecian de tanto complacerlas. Lo que te ocurre a ti, es que no te atreves a volver a casa, aunque seguramente estés mejor vagabundeando por ahí de peregrino falso.
-De verdad que la tomé recelo y huí, pues es muy rencorosa.
 
-Ya lo sabía yo; pues si es como tú dices, date por jodido compañero, que según la sagrada Biblia, que algo debe saber de estas cosas: Es mejor vivir solo en el desierto, alimentado de higos chumbos, orugas y langostas chirriadoras, que con una mujer llena de tirria.
 
-Si me diera usted cobijo aquí en la venta –suplicó con humildad el peregrino-, yo le serviría como un fiel vasallo; ya no aguanto las penurias del camino y por una cama caliente y un corrusco de pan duro le haría los mandados.
 
Lo miró Pancho con un gesto compasivo y en un tono casi autoritario, le dijo con voz ronca:
 
-Lo primero que tienes que hacer para servir en esta casa, es asearte y comer de fundamento... y luego hablamos.
-¿Y dónde puedo?...
Curro se acordó de las cuadras, pues no hacía tanto que durante las ferias de ganado, se alojaban en el ventorro al menos una treintena de personas con sus respectivas reatas, pero desde que desaparecieron los mercados, le bajaron a Pancho los ingresos y andaba dándole vueltas a la mollera para enfocar su negocio hacia el buen yantar para una clientela más selecta.  
-Ven conmigo peregrino.
Le condujo Pancho hasta el fondo de la casa, y atravesaron después por un patio donde convivían una cabra, varias gallinas ponedoras con su gallo semental, y una jaula de conejos; en un lateral había un pilón con una fuente incesante de agua fina y, espatarrado sobre el frescor de los cantos rodados del suelo, dormitaba un mastín enorme con los ojos entrecerrados. Abrió el portón de las cuadras y le indicó:
-Aquí te puedes alojar como desees, nadie te va a molestar, te puedes traer un jergón y llenarlo con paja del trillo. Yo te acercaré una bombilla, pues no quiero que enciendas lumbre, ya que aquí se encuentra toda la leña que antes canjeaba por el estiércol del ganado. El agua de esa fuente que has visto en el patio puede hacer milagros con tu piel y tu pelambre. Así que a la faena.
 
Se arrellanó el hombre sobre un pesebre y echó una mirada escrutando todos los rincones, techos y paredes de aquella cuadra. Le gustó, por demás, una lucera formidable por la que podría observar la luna y las estrellas y así no echaría a faltar las viejas noches pasadas a cielo raso, en que el viento peinaba los sembrados y las arboledas que a veces le adormilaban y otras le sobresaltaban.
 
Aquella nueva situación le podría cambiar la vida; bien es verdad que, tendría que ganarse el pan, pero... –El señor Curro parecía buena gente. 
 
Apareció el peregrino pasada al menos hora y media, y ya no era ni la sombra de sí mismo; se había bañado, rasurado y arreglado el pelo, y lucía, aunque arrugada, una camisa blanca y un chaleco gris de rayas negras con su pantalón a juego. Se había quitado diez años de encima.
 
-Esto es otra cosa, hombre, cómo sabía yo que detrás de esos andrajos había casi, casi, un caballero. Tú, de esta guisa, me podrías servir las mesas en los días de jaleo; a ver si se me llena el comedor a medio día, que buena falta me hace...
 
-A juzgar por el olor a estofado que viene de la cocina, creo yo mi amo, que, a poco que nos espabilemos, puede usted hacer dos turnos de comida, cuando menos. 
 
-No me llames mi amo, compañero, que estoy bautizado como Francisco, y, a todos los efectos, yo soy Curro el del Ventorro. Y tú, debieras ponerte un apodo que te agrade que si no, te vas a quedar con el de Peregrino.
 
-Ninguno mejor me oculta y me acoge en esta huida, pues seguro estoy de que mi esposa me habrá denunciado por adulterio y abandono, y, aunque vive Dios que lo primero no es cierto, me andarán buscando los civiles  para apresarme y hacerme cumplir las ordenanzas de mi pueblo.
 
Al día siguiente comenzó El Peregrino a preparar el comedor y a servir las mesas. Realmente parecía que le venía de raza aquel oficio, que además le trajo a Curro también la buena suerte pues, coincidiendo con su llegada, comenzó a llenársele el comedor, y había días que no daban abasto a servir a tantos parroquianos como acudían atraídos por la fama de los guisos que preparaba su mujer. Amelia, que así se llamaba la señora, a más de hacendosa y limpia como los chorros del oro, tenía una mano tan especial para la caza que hacía las delicias de su nueva clientela, compuesta de industriales, comerciantes, mandos militares y frailes entre otros.
 
De verdad que era buena gente aquel ventero. Amén del hospedaje y la comida, le daba al Peregrino una paga por semana para sus caprichos y sus bártulos, de forma tal que se sentía este tan a gusto y reconfortado con su nueva condición en el Ventorro, que no echaba de menos, para nada, sus desdichadas andanzas del camino. El carácter del ventero y la disposición del peregrino armonizaron en aquella empresa, y, en dos años, no hubo entre ellos ni un sí ni un no. Cualquier insinuación de Curro, era una orden para El Peregrino. El amo en su casa, Dios en la de todos y el criado en los cobertizos.
 
Pues sí, dos años justos habían pasado desde aquel caluroso día de Julio y ocurrió que, un mediodía, apareció en el comedor un hombre que, a juzgar por su atuendo y destartalo, recordaba a aquel falso peregrino, que se había convertido ahora en  sirviente de ventorro. Tomó asiento en una mesa y fue El Peregrino quien se dispuso a atenderle.
 
-Buenos días, caballero. Tenemos callos, chanfaina, bacalao, guisado de conejo y de liebre, tortillas, estofado de pichones y perdices, filetes de ternera, de lomo, escabeche de chicharrillo, congrio...
 
Parecía interminable la lista de los platos del Ventorro San Isidro, pero no dudó ni un momento el nuevo parroquiano.
 
-Tomaré la chanfaina, pan y vino –dijo el hombre.
 
No tardó
El Peregrino en servirle la comanda, y no pudo este por menos que abordarle con sus preguntas:
 
-¿Viene de muy lejos? Buen hombre.
 
-Vengo desde Olite, amigo Anselmo -contestó sin levantar la vista del plato.
 
Sorprendido, le siguió observando por un rato y exclamó:
 
-Me valga el cielo, pero si es Ambrosio, mi vecino. Te he reconocido por la voz, porque… con ese ropaje y esa barba...
 
-No te apures, que no voy a descubrirte, todo el mundo sabe en Olite que huiste de tu esposa y puedes estar seguro que no ha de reclamarte nada. Ella vive tan feliz amancebada con una antigua amiga; una mari macho desertora del convento de Las Clarisas, con la que parece haber encontrado su verdadera orientación carnal y su acomodo.
 
-Ahora entiendo su apatía y su desprecio amigo Ambrosio. ¿Y qué haces tú en el Camino de Santiago?
 
-De siempre me llamaron la atención las campanas de la iglesia, y me inicié de peregrino, pero no he alcanzado categoría alguna, de curioso, ni pícaro ni devoto, así es que ahora busco un convento que me acoja aunque sea de lego o de hortelano para alejarme, en lo que pueda, de las vanidades de esta vida sin sentido; me han dicho en San Juan, que en La Cartuja de Miraflores podrían ampararme.
 
-Esos frailes pasan hambre, Ambrosio; lo sé de buena tinta.
 
-No pasa nada, Anselmo. Nosotros ya estamos criados y además, ya sabes que el hombre es el único animal que se cava la fosa con los dientes, compañero.