lunes, 27 de abril de 2015

EL JUNCO, de mi libro Flamencos y Taurinos




                 
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                                                EL JUNCO

                                                         CAPÍTULO VII   

                                                  De mi libro Flamencos y Taurinos                                  

Brindó al público no sin antes enviar un guiño de complicidad al Junco y comenzó su recital de naturales ceñidos e interminables rematados con el pase de la firma, el de pecho y otros desplantes.
-A matar Antoñito -le gritó El Junco desde el callejón.
Le quedaban todavía algunos pases al toro y aprovechó las fuerzas sobrantes para matar recibiendo; le cuadró con rapidez, le puso en la cara la muleta, bajó todavía más la mano izquierda, le citó con la voz y se le vino el toro con toda su nobleza en busca del acero que se le hincó hasta la cruz del estoque. Fulminado y sin puntilla cayó el toro. Dos veces sacó el pañuelo blanco el presidente y dos orejas paseó El de San Gil por la Monumental madrileña.                                     
La tarde se puso festiva y prometedora, embistieron el segundo y el tercero de sus compañeros de terna que lograron dos faenas notables, sin trofeos por culpa de la espada.
Se paró el vientecillo otoñal en los tendidos, y una espesa nube se posó sobre la plaza con su bochorno oscuro y pegajoso; a Antoñito le sorprendieron los clarines y timbales, para el cuarto de su alternativa, mordiendo la esclavina del capote y con los ojos cerrados. Sabía que un toro de su lote se había roto la mano en las corraletas y le había tocado en suerte un sobrero descastado y cinqueño.
Cuando apareció aquel burel con paso lento y se plantó en los medios, se produjo un trágico silencio seguido de un cuchicheo del respetable. Joselito y Cayetano intentaron lidiarlo para que derrotara en tablas, pero no lograron ni un pase. Salió Antoñito decidido y llamó al toro, nunca lo hubiera citado, pues le cortó el terreno y se fue derecho a buscar el bulto como un huracán enloquecido, lo desarmó, lo tiró al suelo, se volvió para cornearlo  y, por suerte, lo soltó desmayado  debajo del estribo.
No lo pensó El Junco y salió del burladero con su gorrilla en la mano citando al toro para desviar sus intenciones; fatal decisión de Rafael, pues le prendió el marrajo por la espalda y lo tuvo colgado como un guiñapo treinta segundos eternos. Cuando por fin lo lanzó al aire y cayó al suelo, la pálida se reflejaba ya en su rostro sin mirada y en la carrera hasta la enfermería era un cuerpo inerte a hombros de las asistencias.
Nada se pudo hacer, tan solo certificar su muerte; el médico de la plaza dijo que nunca había visto una cornada tan certera, le había partido el corazón en dos mitades, lo tenía abierto, como un libro.
Lo velaron varias horas en la capilla de la plaza y hubo un espontáneo sacerdote que le rezó un padre nuestro; don Odorico, allí presente, lloraba desolado la muerte de su amigo, de los ojos de Joselito y Cayetano brotaban lágrimas en cada recuerdo, y Antoñito se dolía del arrojo de su amigo, su ángel de la guarda, su maestro, que se dejó la vida por salvarlo sabiendo que aquel toro asesino del sorteo, podría acabar con su ilusión y con la gloria de ser figura del toreo.
En la estancia, a media luz y con un velón en el suelo, se dejaban ver por la ventana los cuernos de la luna que embestían a aquella nube espesa y huidiza que aun flotaba por el cielo.
A las cinco de la madrugada en punto apareció el coche fúnebre por la puerta de la plaza para trasladar el cadáver hasta Burgos y proceder al entierro; por un momento se miraron los toreros, y una vez más don Odorico, su amigo del alma, les dijo a los hermanos adivinándoles el pensamiento:
-Bien se merecía vuestro padre salir por la puerta grande de Madrid, la puerta de sus sueños.
Le pidieron al conserje de la plaza, por favor, y acordaron que en la mayor intimidad, sin testigos, casi a oscuras y en silencio, lo sacaran por la puerta de los grandes; y así fue que abrieron el cerrojo del portón Monumental y a hombros de los cuatro, pasearon hasta el coche el féretro.    
                                     
En el viaje de vuelta a la ciudad, un toro enorme les saludaba desde un paisaje oscuro y tenebroso a cada pocos kilómetros, era el Toro de Osborne, una obsesión, un espectro que aparecía de vez en vez en su camino con dos guadañas por pitones, negro, amenazante y terriblemente serio. Antoñito destrozado por el drama y mirando a sus adentros les dijo a Joselito y Cayetano:

-Compañeros, por la gloria y la memoria del Junco, mi Maestro, os juro que no me vuelvo a poner delante de otro toro ni aunque estuviera escrito en los Santos Evangelios.






sábado, 25 de abril de 2015

LLANTO POR ENRIQUE MORENTE


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                            LLANTO POR ENRIQUE MORENTE
                                                           Amazón libros: Flamencos y Taurinos
Cantaba Enrique Morente
la taranta totanera,
la siguiriya, fandangos,
la soleá y petenera…
llevaba el cante en su sino
y el quejío por bandera.
-Maestro, Enrique Morente
cantaor de rabia y queja.
¿Quién va a cantar esas coplas
el día que tú te mueras?-
Ya se murió el cantaor
pero los cantes se quedan,
detrás de su entierro iba
una guitarra flamenca,
tocando por seguiriyas
que es el cante de las penas;
los gitanos de Granada
maldicen la suerte negra,
la luna, cuarto menguante,
llora lágrimas de niebla,
mientras a Enrique le mece
el sueño que no despierta.

CAPÍTULO XII DE LA VERDADERA HISTORIA DEL PATILLAS







                                





                                  CAPÍTULO   XII

             De mi libro La Verdadera Historia del Patillas
                             
Madruga hacendoso el tabernero y cuando el sol de mediodía se asoma por las altas luceras de las dobles ventanas y golpea sobre la filigrana de las baldosas del bar, solloza su resaca tristona la guitarra. La Chari atiende a los curiosos visitantes mañaneros y además canta, cose, lee, murmura a veces y espera impaciente el relevo de Amando que oficiará una nueva jornada en que la noche con su bohemia, sus brebajes y sus luces de neón ayudará a disfrutar del gustillo y regocijo de cada instante.
De entre los visitantes matutinos más curiosos y entrañables que aparecen por allí, hay una antigua panderetera de Mahamud, conocida por La Sardineta que tiene un desparpajo y una sabiduría popular increíble y acude casi a diario a la taberna para matar el gusanillo del arte y saciar a la madre del vino que la llama y reclama su ración. Congenia divinamente con  La Chari, y:
-Buenos días Sardineta.
-Hola, Chari, buenos días. Dame un poquito de lo mío, por favor, que hoy vengo con una desazón en el estómago que si no  me meto algo...
-¿No te encuentras bien?
-Pero cómo me voy a encontrar, con estas pastillas que estoy tomando que no me hacen nada... pues mustia, hija, mustia y sin gracia, y además me ha dicho el médico que beba solo agua.
-Bueno, maja. Agua tiene el vino también.
-Eso digo yo, Chari.
-Una copita y se acabó. ¿Vale?
-Echa de lo bueno anda, majilla. Que a estas alturas de la vida...
-Pero tú, con los pretendientes que habrás tenido, te tenías que haber casao con un hombre de bien que te hubiera tenido como a una reina.
-De verdad que sí, maja. Hasta un notario tuve yo entre las piernas, sin olvidar mi antiguo novio inglés y algún que otro niño bien de la capital. Pero… el primero meaba muy alto, con el inglés no me entendía y los niños bien son todos unos pan sin sal, así que…
-Bueno Sardineta, nunca se sabe.
-Qué no, maja. Qué no. Qué yo he sido una “Juana”, qué se lo he dao al más pintao y luego, si te he visto no me acuerdo.
-A ver si te vas a parecer tú a La Tontaina de Lerma.
-¿Y quién es esa pobre?
-Pues una moza que cambiaba el chichi por uvas y, a último fin, resultó que eran de la viña de su padre. 
Muchas dianas y muchos pasa-calles de pueblo en pueblo lleva esta mujer a la espalda desde su juventud, muchos jarros y muchos  tragos entre copla y copla como para que ahora, cumplidos los sesenta,  tenga que dejarlo de repente; así que con toda esa añoranza... cuando empina el codo La Sardineta y se agarra al pandero, toma  un ritmo de todos los diablos y empieza su repertorio de romances y jotas de picadillo. Tiene en la garganta un gracejo de vencejo chirriador y aguardentoso, pero el repertorio que recita no puede ser más sabio y divertido. Ahí van  un par de botones para la muestra:

                           La falsedad de los hombres
                           lo digo porque lo sé,
                           si alguno me está escuchando
                           también lo digo por él.

                           A eso de la media noche
                           mi novio se arrimó a mí,
                           tocando la campanita
                           con el dinguilín, dinguilín, din.

                                                                                                           

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viernes, 24 de abril de 2015

!AY FEDERICO GARCÍA! De mi libro Flamencos y Taurinos



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                             !Ay Federico García!
                       
                                                                  
                                                                                                   

Cuando me invade el silencio escucho el tañido de mi guitarra que me hace expresar a través de su música flamenca todos los escalofríos, todas las lágrimas, todas las risas y todos los llantos nacidos de este pozo hecho de madera de ciprés y aire por dentro; busco entonces los sonidos negros, los rasgueos, los picados, los desgarros del bordón y los suspiros del trémolo, y me encuentro con la pena sin remedio que me clava su puñal atormentado y me desangra cada vez que recuerdo al grandísimo poeta Federico García Lorca.
¡Ay Federico García! Cuánto tiempo ha pasado desde que el miedo parara el pulso de tu estilo. Los jueces militares dijeron que tus palabras tenían más fuerza que los cañones enemigos; no quisiste entender que el poder siempre ha temido a la voz de los poetas y volviste tan ingenuo a tu Granada y al abrigo los tuyos, así que segaron tu voz y silenciaron tu obra durante casi cuarenta años; primero Federico El Segao, después El Prohibido, y hoy que todo el mundo te admira y reconoce, se levantan nuevamente aquellas  voces miserables e injustas, para gritar: ¡Basta ya de Federico!
Y otra vez vuelve el silencio. El silencio que desde el cobijo de la soledad tan inmensa en que se aloja, me envuelve en la magia de tus versos; esos versos, que  hoy inundan con su acento el continente, y yo sé que han de pasar siglos y siglos para que tus, ya viejos, poemas sigan presentes en la voz de los flamencos y en la boca los niños.
  Por eso hoy, abrazado a mi guitarra, quiero dedicarte dos fandangos granaínos, que he compuesto al modo de tu tierra, y evocando a tu amigo Frasquito Yerbabuena, te los traigo para que los pregonen los gitanos cantaores y te lleguen, si es posible, a ese barranco maldito e innombrable  donde te destrozas al rumor de la Fuente Grande  alejado para siempre del tumulto de los cementerios:
                                             
  • Agosto de madrugada
    ¡Ay Federico García!
    ¡Cómo lloraba Granada!
    Al amanecer del día,
    por tu sangre derramada.


    Las cuevas del Sacromonte,
    donde viven los gitanos.
    Estarán brillando el cobre
    y con las palmas de sus manos,
    repiquetean tu nombre.


    Todo se hace flamenco, y acuden todos al rito que oficia la sonanta, desde lo más profundo de la cárcel en que habita, cerrada por seis cuerdas de plata y carne, que guardan un halo de misterio.
     Allí estarás tú que sentiste el cante de Manuel Torre como un temblor de siglos. Tú que imaginaste la voz del gran Silverio pasando por los tonos sin romperlos y fundiste el sentimiento de tu guitarra con las guitarras gitanas del Sacro Monte granaíno. Tú que inventaste la palabra “Duende” para definir la agridulce brasa que eriza el cabello y transmite retazos de lo que se siente jondo.
    A ti que fuiste testigo y motor del primer Concurso de Cante de Granada y que le pusiste poesía a la soleá, a la nana, al zorongo y al jaleo; déjame que te cante también yo, por lo bajini –que a más no me atrevo– estas dos coplas, en recuerdo de tu absurda muerte y tu aureola de misterio.
     Por qué el misterio palpa, toca, retoca, escarba, busca y rebusca en la mente del silencio; allí reside la música que aflora por mor de quien, abrazado a la guitarra, se ahonda en lo más sentido y sutil de las formas femeninas de su cuerpo.
    Déjame que les diga a los gitanos que te has muerto para siempre en un amanecer agosteño. Déjame que les diga: que al payo que escribió su Romancero, le han quitao la pena negra y cabalga por los aires de Granada entre zambras romanís, bajo una luna lunera de silencio.
    ¡Ay Federico! Ahora que alguien dejó tu balcón abierto, cómo se llena de luz de plata, aire y agua, el sentir de Granada y Fuente Vaqueros. Ahora que todavía duermes sin tu guitarra bajo la arena, cómo  resuena tu voz antigua en boca de gitanos nuevos y qué bien riman tus palabras en el cante por derecho.
     Y una vez más, mi música flamenca, cuando me invade el silencio.