EL JUNCO
CAPÍTULO VII
De mi libro Flamencos y Taurinos
Brindó al público no sin antes enviar un guiño de
complicidad al Junco y comenzó su recital de naturales ceñidos e interminables
rematados con el pase de la firma, el de pecho y otros desplantes.
-A matar Antoñito -le
gritó El Junco desde el callejón.
Le quedaban todavía algunos pases al toro y
aprovechó las fuerzas sobrantes para matar recibiendo; le cuadró con rapidez,
le puso en la cara la muleta, bajó todavía más la mano izquierda, le citó con
la voz y se le vino el toro con toda su nobleza en busca del acero que se le
hincó hasta la cruz del estoque. Fulminado y sin puntilla cayó el toro. Dos veces
sacó el pañuelo blanco el presidente y dos orejas paseó El de San Gil por la
Monumental madrileña.
La tarde se puso festiva y prometedora,
embistieron el segundo y el tercero de sus compañeros de terna que lograron dos
faenas notables, sin trofeos por culpa de la espada.
Se paró el vientecillo otoñal en los tendidos, y
una espesa nube se posó sobre la plaza con su bochorno oscuro y pegajoso; a
Antoñito le sorprendieron los clarines y timbales, para el cuarto de su alternativa,
mordiendo la esclavina del capote y con los ojos cerrados. Sabía que un toro de
su lote se había roto la mano en las corraletas y le había tocado en suerte un
sobrero descastado y cinqueño.
Cuando apareció aquel burel con paso lento y se
plantó en los medios, se produjo un trágico silencio seguido de un cuchicheo
del respetable. Joselito y Cayetano intentaron lidiarlo para que derrotara en
tablas, pero no lograron ni un pase. Salió Antoñito decidido y llamó al toro,
nunca lo hubiera citado, pues le cortó el terreno y se fue derecho a buscar el
bulto como un huracán enloquecido, lo desarmó, lo tiró al suelo, se volvió para
cornearlo y, por suerte, lo soltó
desmayado debajo del estribo.
No lo pensó El Junco y salió del burladero con su
gorrilla en la mano citando al toro para desviar sus intenciones; fatal
decisión de Rafael, pues le prendió el marrajo por la espalda y lo tuvo colgado
como un guiñapo treinta segundos eternos. Cuando por fin lo lanzó al aire y
cayó al suelo, la pálida se reflejaba ya en su rostro sin mirada y en la
carrera hasta la enfermería era un cuerpo inerte a hombros de las asistencias.
Nada se pudo hacer, tan solo certificar su
muerte; el médico de la plaza dijo que nunca había visto una cornada tan
certera, le había partido el corazón en dos mitades, lo tenía abierto, como un
libro.
Lo velaron varias horas en la capilla de la plaza
y hubo un espontáneo sacerdote que le rezó un padre nuestro; don Odorico, allí
presente, lloraba desolado la muerte de su amigo, de los ojos de Joselito y
Cayetano brotaban lágrimas en cada recuerdo, y Antoñito se dolía del arrojo de
su amigo, su ángel de la guarda, su maestro, que se dejó la vida por salvarlo
sabiendo que aquel toro asesino del sorteo, podría acabar con su ilusión y con
la gloria de ser figura del toreo.
En la estancia, a media luz y con un velón en el
suelo, se dejaban ver por la ventana los cuernos de la luna que embestían a
aquella nube espesa y huidiza que aun flotaba por el cielo.
A las cinco de la madrugada en punto apareció el
coche fúnebre por la puerta de la plaza para trasladar el cadáver hasta Burgos
y proceder al entierro; por un momento se miraron los toreros, y una vez más
don Odorico, su amigo del alma, les dijo a los hermanos adivinándoles el
pensamiento:
-Bien se merecía
vuestro padre salir por la puerta grande de Madrid, la puerta de sus sueños.
Le pidieron al conserje de la plaza, por favor, y
acordaron que en la mayor intimidad, sin testigos, casi a oscuras y en silencio,
lo sacaran por la puerta de los grandes; y así fue que abrieron el cerrojo del
portón Monumental y a hombros de los cuatro, pasearon hasta el coche el
féretro.
En el viaje de vuelta a la ciudad, un toro enorme
les saludaba desde un paisaje oscuro y tenebroso a cada pocos kilómetros, era
el Toro de Osborne, una obsesión, un espectro que aparecía de vez en vez en su
camino con dos guadañas por pitones, negro, amenazante y terriblemente serio.
Antoñito destrozado por el drama y mirando a sus adentros les dijo a Joselito y
Cayetano:
-Compañeros, por la
gloria y la memoria del Junco, mi Maestro, os juro que no me vuelvo a poner
delante de otro toro ni aunque estuviera escrito en los Santos Evangelios.