LA CORZA DEL DESFILADERO
CUENTO INFANTIL
Paco Arana
LA CORZA DEL DESFILADERO
Si llevas tu infancia contigo, nunca
envejecerás.
Tom Stoppard.
Ocurrió en un pueblito muy pequeño de Burgos; se llama Ura, que, en
euskera, quiere decir Agua y está situado al final de una carretera estrecha y
secundaria que agoniza en un caminillo rudo y pedregoso, para aventurarse
después por un desfiladero casi imposible que, con un recorrido cercano a los
tres kilómetros, conduce a Castro Ceniza.
Este “Camino de Castro” muestra un espectáculo rocoso increíble, adornado
de sabinas, álamos, nogales y “otras yerbas”, con un espadón de agua cristalina
y pura que serpentea y divide el valle en dos mitades.
Habitan allí el corzo, el jabalí, la liebre, el conejo y el raposo; el
sapo común, la lagartija, la salamandra, la culebra y el grillo también y, cómo no, la hormiga y la
chicharra. El buitre, comparte majestuoso el espacio aéreo con el azor, el
cuervo, la becada y los vencejos, que ocupan en hilera los cables del tendido eléctrico, único artefacto industrial
que acompaña al caminante hasta el final
del recorrido, donde algún tarambana libertino ha colgado de los cordones, a
saber con qué sana intención, un par de zapatos de desecho.
Durante el duro invierno burgalés, tan solo conviven en el Pueblo cuatro
personas que ocupan tres únicas casas, pero llegado el verano y las vacaciones
escolares, acuden varias familias completas de hasta cuatro generaciones, de
forma tal que se pueden congregar en esos días del orden de quince a veinte chiquillos.
Esto fue en el mes de junio del año 2013 que en Ura subieron los
termómetros por encima de los treinta grados, y andaba la chiquillería
bañándose en una poza habilitada para el
caso por el abuelo Ramiro, que había desafiado
al esforzado castor y dominado al río Matas Viejas, construyendo un dique con
ramaje y grandes piedras para elevaba el caudal hasta metro y medio del fondo;
tuvo el abuelo la ocurrencia también, de colgar de la rama más gruesa del olmo,
que invade la corriente del agua, una soga tan gruesa como para aguantar el
peso de los chiquillos que, a modo de balancín, se lanzaban al agua de la poza
con sus alardes acrobáticos.
Aquel día se congregaron en la orilla los hermanos Pablo y Lucía, los papás Micaela y Domingo,
los abuelos Paula y Ramiro y la lista completa de “enanos”: Pepín, Ginebra,
Eli, Diana, Petri, Paz, Quique, Lita, Pablo, Domi y Lola con sus abuelos Amparo
y Juan. La excursión al completo.
Fue una tarde intensa de juegos dentro
y fuera del agua, pero cuando cayó la tarde y cesó el bochorno, aparecieron
puntuales los cínifes y los moscones con sus dientes dañinos y afilados, con lo
cual, comenzó a huir la concurrencia hasta el Pueblo, para, en animada tertulia
callejera, deleitarse con algún picoteo de salazones, frutos secos y buenos
tragos de vino del porrón.
Cerraba la comitiva de vuelta, el abuelo de Lola, que controlaba los
posibles despistes en el camino por parte de alguno de los muchachos, y al
retomar el desfiladero, creyó ver, semi oculta, entre unas matas, a una cría de
corza. Juan la estuvo observando por un rato y descubrió que tenía una herida
extraña en un ojo enrojecido y sin iris y unos temblores, más que alarmantes.
Se acercó Juan con cautela y acariciando a la corza entre sus manos se
entretuvo un rato al tiempo que miraba a su alrededor, para buscar a otros
corzos mayores, que podrían haber sido los padres de aquella pequeñísima
criatura. Ni señal de pariente alguno pudo encontrar el abuelo, pero sí se
cruzó con la mirada de un zorro agazapado que escapaba huyendo al verlo, y
pensó. “Este alimaña estaba al acecho
para devorarse a la pobrecita corza”.
Decidido, aunque algo dudoso, llevo a la pequeña cría hasta el Pueblo y
fue aquello un espectáculo al que acudieron chavales y mayores para verla y
acariciarla; quisieron incluso darle un biberón con leche tibia que ella desechaba
asustada y temblorosa, mientras pretendía mantenerse en pie para salir del
apuro chozpando y reunirse con su familia.
Intervino entonces el “consejo de sabios” del lugar y decidieron que
habría que devolver la corza a su entorno natural; nunca se supo a quien se le
ocurriría telefonear al Servicio de Protección de la Naturaleza, pero media
hora más tarde apareció un todo terreno con dos guardias civiles que, vistas
las circunstancias, decidieron devolver a la corza al lugar donde la había
encontrado el abuelo Juan.
Se encargó Paula del asusto y en compañía de Lola y su abuelo, acudieron
juntos para localizar mejor el matojo donde la habían encontrado. Allí se quedó
la corza, y fue la despedida y el retorno camino del Pueblo una amarga
experiencia para los tres, aunque la más sentida fuera Lola, que no pudo
contener las lágrimas y llegó a casa lloriqueando sin consuelo.
El resto del verano estuvo ella algo triste, pensando que nunca volvería
a ver a su Babi… e imaginaba que la naturaleza y su fatal destino la habrían
señalado como presa y alimento de algún depredador del valle.
La verdad que el veraneo en el Pueblo resultaba de lo más divertido para
aquella pandilla de chavalillos amigos que, ocupados en tantísima actividad
como tenían, no tardaron en olvidar el incidente
Allí había diversión para todo el mundo y distintos lugares cercanos
donde variar a diario: Los juegos en los pasaderos del río, el viejo molino, la
cueva de los niños perdidos, el castillo, el cine de verano al aire libre, las
excursiones en bicicleta, la era, la choza y los baños en la poza.
Cada dos semanas, y hasta que se emitió un decreto que lo prohibiera,
subía Bruno, el pastor, con una furgoneta vieja y ruidosa a lo alto de un
camino peligrosamente estrecho, para llevar a los buitres despojos y residuos cedidos
por el carnicero de un pueblo cercano. La verdad que era una escena patética;
tan solo viendo la agrupación de aquellos enormes buitres que se posaban a unos
pasos de los asistentes y se disputaban las vísceras y la carne putrefacta,
daba un repelús de auténticas nauseas, hasta el punto de que alguno de los
chiquillos decidiera no volver jamás para contemplar aquel morboso espectáculo.
Puede que en su infantil raciocinio, pensarían, que donde mejor podían estar los
buitres, era en las nubes.
Por su
parte los hortelanos y hortelanas al completo, se empleaban con empeño en el
cultivo y recolección de verduras y frutales… todo consistía en preparar los
semilleros, escavar, desbrozar, abonar, colgar las tomateras y las judías y
regar. De rigor también era el relajo con visita a las bodegas, donde compartir
queso, nueces y embutidos con el vinillo de la cosecha y algún ocasional “reserva”
con denominación de origen.
Días
puntuales de celebración y festejo tenían señalados los vecinos del lugar en
los meses de verano, así es que honraban con fervor a su patrono San Laureano y
asistían para el caso parientes y foráneos, a celebrar y agradecer algún
milagro de La Virgen, que, como siempre, era el que más podía el que se la llevaba
en andas por las calles, acompañada de vítores y danzas populares; celebraban
con puntualidad, la Cena del Veraneante que solía congregar a más de cuarenta
comensales, y con motivo de La Clásica de los Buitres, una carrera pedestre que
congregaba a cientos de participantes, asumían los vecinos ureños, y con
especial interés los niños, el control de avituallamiento, provisionando
botellines de agua para los corredores que lo reclamaban.
Entre aquella cuadrilla de chavalillos veraneantes, se había establecido
una especie de jerarquía para decidir los juegos y los lugares, pero lo
impepinable era siempre el baño en el río a partir de las seis de la tarde. Lola,
por su parte, llevaba siempre en su mochila, además del bocadillo, unos brotes
de espino que recogía en el paseo y algún trocito de zanahoria, bellotas o
granos de trigo y cebada, que luego depositaba en el matojo aquel en que, en su
día, habían abandonado a la “infeliz” corza del desfiladero.
Lola observaba a diario como desaparecían los alimentos que ella iba
dejado, y se animaba en su empeño aumentando incluso la ración, sin saber quién
podría estar alimentándose de entre toda la fauna tan variada que pasaría por
allí, aunque su verdadera intención era que fuera para la corza, su Babi tan
querida.
Con sus buenas intenciones, intentaba Lola alimentar a todas las criaturas
que vivían en el Pueblo, y atendía también a los perros del lugar, dejando las
sobras de comida a pie de su casa, para que se los disputaran entre Turco,
Narci, Perrichi, Neca, Uli y Canelita, pero era Luna, una mastina enorme, la
que comía de su mano y dominaba el territorio disfrutando un poco más de aquel privilegio.
Aquella hermosa perra, era el
caramelo más deseado de todos los machos dominantes del Pueblo y su contorno, y
cada año traía a este perro mundo, una
nueva camada de cachorros, que cuidaba con desvelo en su escondrijo. Tan celosa
era Luna de sus criaturas, que no permitía acercarse a nadie mientras
amamantaba a su prole, y ahuyentaba a los imprudentes visitantes mostrando sus enormes
fauces caninas, aunque, curiosamente, el día que se acercó Lola para acariciar y
jugar con alguna de sus crías, ella misma le sacó con la boca una hembra de
peluche, que Lola devolvió al rato para que la siguiera amamantando su madre.
La temperatura de aquel verano se alargaba algo más de lo acostumbrado,
aunque las horas de sol disminuían y se adornaba el paisaje con un abanico de
colores, donde el verdor de las choperas y noguerales iba cediendo espacio al amaranto
y oro del otoño tan cercano; el sol tumbaba sus rayos, creando tibias luces que
traspasaban las hojas amarillas y nuevas sombras que dibujaban sobre los riscos
del desfiladero alguna de las figuras más caprichosas que la naturaleza suele
regalarnos.
Ya entre dos luces, se escuchaban al mismo tiempo en la chopera el canto
del ruiseñor y el mirlo y se aquietaba
el aire propagando por las calles y la plaza del lugar los aromas del tomillo, la
jara y el romero. La noche se vestía de azul celeste y plata y mostraba un
firmamento de estrellas pastoreado por la luna que aparecía cercana, redonda y
luminosa como un farol, curioseando como
una espectadora más la última sesión del
cine de verano.
El agua de la poza se había enfriado bastante y se habían distanciando
las jornadas del baño de la chiquillería, con lo cual, tenía Lola que hacer
intención para llevar comida al matojo, y recordó que hacía por lo menos ocho
días, que no había pasado por allí para depositar la ración acostumbrada; así es
que, salió precipitada una mañana para colocar en el lugar acostumbrado un
puñado de bellotas y estando allí, escuchó un berrido ronco y pudo ver entre
las ramas a una mama-corza que se acercaba hacia ella; la esperó Lola con las
bellotas en la mano y se le acercó con su mirada más dulce esperando el
alimento. No podía ser otra que la que había salvado su abuelo, meses antes, de
las garras del raposo y no dudó Lola en abrir la mano ni la corza en comerse
las bellotas.
Con la emoción en el pecho y el corazón en la boca, corrió de regreso a
casa, pensando en desvelar a su abuelo el secreto de aquella experiencia
inolvidable, para que incluyera en alguno de sus libros de relatos. La
Verdadera Historia de La Corza del Desfiladero.
Paco Arana, primavera ya de 2016