miércoles, 28 de abril de 2021

LA CUEVA DEL PICO GRAJO

 

                                                  MANUEL CARVAJAL    Paco Arana


                                      


                         LA CUEVA DEL PICO GRAJO  Paco Arana

La cueva del Pico Grajo, donde vivió Pallalón, un gitano canastero guitarrista de pasión. Flamenco entre los flamencos, humilde de condición, el más rico de los pobres y el más pobre por su honor.

Tuvo su cueva encalada y limpio cada rincón, en su sitio cada cosa sin puerta y sin mirador… macetas con clavelinas y una mecedora al sol, un fogón pa la candela y un modesto peinador, un camastro de dos plazas testigo de un gran amor, y una bajañí moruna con el alma de bordón.

Fue… una noche en la cueva que el maestro Pallalón, le dio lección a un muchacho, que con su padre llegó. Cómo lloraba el gitano con lágrimas de emoción de ver al niño tocando de su arte lo mejor.

 

 

 

 

martes, 20 de abril de 2021

EL PINAR DE PRADOLUENGO

  CALCETINES DE REGOLUNA EN PRADOLUENGO Paco Arana 13-04-21


Si pudieran hablar estos pinos centenarios,

llegando al corazón de los nuevos habitantes

con este colorido, discreto y elegante,

con este disfraz de calcetín extraordinario.

Nunca serán el palo de un buque navegante,

ni tapa de cofre con caudales millonarios,

  tronco de guitarra y su tañido libertario

y menos, catafalco de difunto mal-andante.

Será siempre este pinar lugar de regocijo,

espacio singular de diversas reuniones

donde han de gozar chicos y grandes por fortuna.

Preámbulos de boda y felices compromisos…

amores, amoríos, bailables las canciones,

la panza, la música y la danza en Regoluna.

 

 

jueves, 8 de abril de 2021

RELATO TAURINO "DE SALÓN"

 

                                                           TOREO DE SALON    Paco Arana

                             


Fue allá por el año cuarenta y siete del pasado siglo XX, que se alojaba y estudiaba en la Residencia Universitaria de Madrid el bachiller Juan de Olmedo. Procedía el tal mozo de la muy noble y monumental ciudad de Burgos y pertenecía a la no menos noble y distinguida familia Olmedo, asentada con negocios de parada y fonda y descendiente por la rama materna de un su abuelo que fuera, tiempo ha, notario ilustre de la plaza.

Corrían en España los duros años de la posguerra con aquella economía de subsistencia y el consiguiente apuro económico que forzaba al ayuno, el reciclaje del vestuario y otras penurias como el racionamiento, la miseria, el trapicheo y el hambre... en Madrid, sobre todo, había mucha hambre.
Tenía Juan la encomienda de licenciarse en derecho y colegiarse en el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, pero llegado el mozalbete a la villa y corte, descubrió antes que nada el ambiente madrileño con sus cines de barrio, sus verbenas callejeras, sus tablaos flamencos, y todas aquellas tascas llenas de encanto, que tanto le atraían y donde empleaba gran parte de su esfuerzo estudiantil desobedeciendo el compromiso que tenía con sus progenitores y en perjuicio, claro está, de su porvenir como abogado.
Había por entonces en el barrio de Embajadores una típica taberna fundada por el padre del torero Antonio Sánchez en 1.880, que era ateneo de intelectuales, artistas, y toreros. El establecimiento, apodado hoy en día La Taberna de los Tres Siglos, no podía ser más castizo y elegante; presidido por un  retrato del Maestro Antonio Sánchez, “el de las veinte cornadas veinte”, pintado por don Ignacio Zuloaga, que fuera íntimo del ex-matador y tabernero, y decorado además con cabezas de toro, carteles taurinos y fotografías antiguas de atractivos y legendarios personajes, daba al local un sello de rancias costumbres toreras y un peculiar estilo emanado, sin duda, del buen gusto y la casta de su dueño.
Situado en la Calle Mesón de Paredes, convertida en esos años en paseo y escaparate de todas las gatas nocturnas madrileñas, que, con  sus hechuras ceñidas de llamativa y provocadora indumentaria, se exhibían y ofrecían sexo por poco dinero y algo que llevarse a la boca; era el barrio de Embajadores, según qué hora, un desfile de licenciados y licenciosos, currelas de ocasión y vagos de oficio, estudiantes y desempleados, macarras y señoritos, maleantes y catequistas, putas callejeras, putas de burdel y otras damas de alta alcurnia; obreros y patronos, curas y militares, políticos y funcionarios... digamos que se congregaba allí lo más señorial y lo más canalla y variopinto  de la sociedad madrileña de la época.
                         

En aquel Mesón de Antonio Sánchez, se citaban a diario los personajes más pintorescos y eran bienvenidos los artistas de lo flamenco y de la copla, intelectuales campechanos, estudiantes ociosos, ricachones del estraperlo, antiguos ricos en la ruina y sobre todo aficionados y profesionales taurinos, tanto en activo como rancios maestros ya retirados y toda suerte de gentes del toro. Allí se gestaban tratos y se cerraban contratos de los empresarios con las cuadrillas de banderilleros, picadores, ayudas y mozos de espadas para novilleros y toreros de escalafón en las ferias de diferentes plazas de España.
Asesorados y guiados por la experiencia y el conocimiento de don Antonio Sánchez, a ratos solían hacer demostraciones del arte de torear en las diferentes escuelas de tauromaquia; el joven Juan de Olmedo, tentado por la curiosidad, se decidió a tomar el capote imitando a los toreros y así fue que, de forma espontanea, comenzó sus lecciones de salón. El ánimo del burgalés era tan solo conocer la técnica y la plástica de la tauromaquia, pues tenía el estudiante asegurado su condumio y un respetuoso pánico a los toros, con lo cual, no había cuidado de que se lanzara a los ruedos, así que imitaba sin recelo alguno el oficio de los maestros que frecuentaban la taberna.
El propio Antonio Sánchez y toda su sabiduría torera acumulada, les solía aleccionar con su acostumbrado gracejo verbal: “Baja la mano, muchacho y mete los riñones, la pata p`alante, crúzate con el toro para que no te parta el pecho, y no te rías, que esto es muy serio, coño; presenta la panza de la muleta y pegaíto al toro, sin ventajas ni camelos, que ahora todos meten el pico y ligan los pases a carrerillas...” también el torero albaceteño Pedro Martínez, Pedrés, era uno de los habituales de la taberna y, con todo el cariño del mundo, solía aleccionar también al estudiante burgalés: “Mira chaval -le decía-, en esto del toro se entra por hambre y luego viene la afición y el conocimiento, pero tú que no has conocido el hambre, dudo mucho que, con toda esa afición que te ha entrao de repente, puedas demostrar el valor que hace falta para estar ahí en la cara de los toros”.
Efectivamente el bachiller no había conocido sino el confort, el bienestar y las buenas pitanzas, pero estaba dispuesto a aprender  el oficio y no reparaba en prendas para congraciarse con aquellos maestros taurinos de excepción que le brindaban la oportunidad y toda su sabiduría torera.
Tenía el muchacho por naturaleza, amén de bien parecido, una educación exquisita y un verbo fluido de castellano puro, que caía muy bien en aquel entorno, así que pronto cosechó la amistad de los toreros. Se hacía acompañar don Juan de Olmedo de otro paisano y colega de la Universidad de Derecho, que era el complemento ideal de su aventura estudiantil, con el que además compartía habitación en la Residencia; se trataba de don Daniel de Carranza, un empollón desangelado y sin un duro en el bolsillo, que era, su apoyo en los estudios, equilibrio de sus posibles desmanes y aventuras varias y partícipe también del exceso de boyantía económica de Juan. 
Ambos frecuentaban la taberna y simpatizaban con el dueño y maestro Antonio Sánchez y toda la clientela taurina, pues disponía Juan de caudal sobrado para sus gastos y gustaba de hacer alarde y ejemplo de generosidad malgastadora con su inseparable e incondicional Carranza que le ayudaba en su empeño.
Continuó Juan con sus clases y fue aprendiendo el protocolo completo de una corrida de toros, allí se ensayaba todo y desde el paseíllo hasta la vuelta al ruedo iba el novel paso a paso siguiendo las instrucciones del Maestro; después de aquellos andares cadenciosos se imitaba el saludo a la presidencia montera en mano, la entrega del capote de paseo, la prueba de los capotes de brega, los clarines del “miedo” y los primeros lances con la larga cambiada y el remate de verónicas y media belmontina.
Su amigo Daniel tenía que tirar de él para que retomara los estudios en la Residencia, pues estaba Juan tan embelesado con su arte que no echaba cuentas de su porvenir como jurista. Mientras tanto, sus padres le seguían mandando cada quince días un generoso paquete con productos procedentes de la matanza de su tierra, que aunque muy bien embalados, despedía un olor inconfundible a lomo, chorizo, morcilla, jamón, queso y, como le comentara su amigo, hasta el mismísimo aire de la sierra que hubiera oreado los embutidos, traía encerrado el envoltorio de alimentos en cuestión.
No era de extrañar la frecuencia con que Juan visitaba La Taberna, pues podría coincidir tranquilamente con alguno de los grandes y dada su afición, era, para él, un placer compartir los diálogos con aquellos Marcial Lalanda, Nicanor Villalta, Parrita, Pedrés... afincados todos en Madrid y buenos amigos de don Antonio; su amigo Carranza solía abroncarle para que pusiera interés en la carrera y se alejara de La Taberna que tanto le tiraba y distraía; así que, orientado seguramente los padres de Juan, le iba metiendo cuñas, para que, siendo el palo de distinta madera fueran de mejor efecto que las de ellos mismos:
                  -Mira a ver, Juan que te estás tirando a la buena vida y, como sigamos así, para el próximo curso, se nos acaba el chollo universitario.
                   -No te apures Carranza que en mi casa no tienen tanta prisa para que yo me doctore en derecho, que ellos saben muy bien, por las batallitas de mi abuelo, lo difícil que es esto de las judicaturas.
                   -Ah, claro, y menos prisa tienes tú. Mientras te llegue el suministro y la paga... que vengan días y vengan ollas.
                   -De todas las maneras ya voy aventajado y he quedado una tarde con Pedrés que me va a enseñar la suerte suprema. ¿Qué te parece?
                 -Pues que tendrías que ir algún día a un tentadero para que vieras la verdad del cuento este tuyo de la plástica y la estética.
                  -Lo mío, Danielito, es arte puro, ya lo sabes.
      Allí seguía Juan practicando con Pedrés la suerte suprema, orientado por el maestro Antonio Sánchez que le iba recitando con todo aquel discurso lleno de sabiduría torera:
                   -A ver si nos entendemos, muchacho: Tú sales andando del último remate de la serie de muleta y se la dejas puesta al burel; le cuadras las patitas delanteras para que te enseñe el hoyo de las agujas y te colocas marcando el volapié, todo esto despacito, poco a poco, creando expectación, que se entere la gente; le vas acunando con tus palabras: !Eh mira, toro, eh! Le citas con la voz, le bajas la muleta con la izquierda hasta que se te llene la mano de baba y con la derecha y el brazo rígido, como una prolongación del estoque, te lanzas salvando la cornada y le dejas la espada hendida hasta la cruz. ¿Vale?
                         -Gracias, maestro. Así da gusto. Ya sólo me queda ensayar la vuelta al ruedo.
                          -Eso, Juan, será cuando le cortes las orejas a un toro. Intervino Pedrés. -Si quieres el próximo sábado que tenemos cena, la podemos ensayar, estás invitado. Ya hablo yo con tu compañero Carranza para que se venga contigo.
                          -Muchas gracias, Pedrés. Estaremos encantados, el vino corre de mi cuenta. ¿De acuerdo?
                         -De acuerdo, Juan de Olmedo.
Aquella noche se juntaron en la taberna la flor y nata de los aficionados taurinos de Madrid. Allí empezaron por sacar dos hogazas de pan tierno, y toda serie de embutidos de lomo, chorizo y salchichón con las correspondientes  frascas de vino a cuenta de Juan, buenos tacos de jamón y queso bien curado y media docena de morcillas. En animada conversación fueron devorando aquellos manjares y llegando a los postres, aparecieron en la mesa dos bandejas de torrijas, especialidad de la casa, y una lata de galletas de Loste.
Agradecido y algo confuso Juan de Olmedo por el detalle y las viandas, levantó su copa para hacer un brindis y pronunció un breve discurso lleno de emoción:
                   -Queridos amigos -empezó diciendo-. Levanto mi copa por la gran amistad y confianza con que me habéis admitido en vuestra casa y por toda la sabiduría taurina que me habéis transmitido que no voy a olvidar nunca. No voy a olvidar los momentos que hemos compartido  ni esta opípara cena con que habéis tenido a bien invitarnos a mí y a mi amigo Carranza. Muchas gracias.
Aplaudieron todos a Juan y tomó la palabra entonces el maestro Pedrés que le dijo:
                  -Nada que agradecer amigo Juan, tú te lo mereces todo y espero que no olvides nunca el arte que te hemos trasmitido, pero las gracias por la cena te las tenemos que dar nosotros a ti y a tu amigo Carranza que es quien nos ha traído de la Residencia Universitaria el paquete con todas estas raciones enviadas desde Burgos por tus padres. Así que venga un abrazo y que no vuelva a ocurrir.

Al toro de la ilusión
que despacio lo torea,
con que arte se recrea
en los pases de salón,
si tuviera corazón
si no conociera el miedo…
cuantos triunfos en el ruedo
si tuviera valentía
como tiene fantasía…
        ¡Qué lástima! Juan de Olmedo.