El último eslabón.
Es tan gallardo el tabernero, tan avispado y
de tan alta compostura, que cuida su apariencia cada día y baja al mostrador de
la taberna con una indumentaria decimonónica, que, tal cual, parece rescatado
de La Venta más castiza de la Sierra Cordobesa.
Con
su mirada de gallo reñidor, patillas de hacha, cuatro pelos bien peinaos en su
brillante calavera, afilado el rostro y el lenguaje mudo de sus manos, se advierte a un hombre audaz, cortés, retrechero
y delicado a fuer de haber sido vividor de cien batallas perdidas.
Él
no es un tabernero al uso, es el intérprete de una obra teatral en la que
aparece emperifollado de chaleco permanente y camisa a rayas, para cautivar al
respetable con su gracejo y su fantasía farfullera.
Se
sitúa siempre detrás de la barra de la taberna centenaria que heredó de su
padre y de su abuelo y que conserva todavía el viejo atrezo de guitarras, bandurrias
y laúdes, apoyadas sobre el antiguo cajón de cremallera, que en tiempos albergara
los pellejos de aquel vino de pelea. Las paredes de este bar son un galimatías
de fotos y retratos de músicos de esta y otras épocas, letras de canciones, programas
musicales, indicaciones, anuncios, refranes y poemas.
Con
qué entusiasmo levanta el telón de la taberna cada día, para el estreno de un
nuevo capítulo de su historia verdadera. Con qué ritual atrapará hoy a su querida
clientela… el reparto de actores, músicos, figurantes y bufones, irá apareciendo
con sus regocijos y sus penas y, poco a poco, brotarán viejas canciones llenas
de añoranza y otras melodías más modernas.