LOS HIJOS
DE SILVERIO Paco Arana
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Por ver a mi madre diera,
un
“deíto” de mi mano
el que más falta me hiciera.
Aquella fecha se había marcado para siempre en
una de las partes más penosas de la historia de mi Pueblo y también en mi
memoria. Imposible olvidarlo. El día catorce de agosto del año cuarenta y
siete, se disponían a celebrar las fiestas patronales de la Virgen y San Roque
y fue después de la ceremonia religiosa de vísperas cuando aparecieron en la
plaza, sobre sus respectivos caballos hispano-árabes, el sargento y el cabo de
la Benemérita, que conducían camino del cuartelillo a dos hombres de a pie con
las ropas destrozadas, maniatados entre sí y con signos de violencia en sus
rostros y brazos.
Se habían agrupado a la salida de la iglesia los
corrillos propios del lugar para escuchar el concierto. Estaban las beatas y
las viudas enlutadas, los hortelanos y jornaleros, empresarios y autoridades,
caciques y clérigos, el prestamista acaudalado, el alguacil, el barbero… y toda la chiquillería andante entre la que
yo mismo me encontraba. La banda municipal, no quiso interrumpir, por eso, la
romanza de Katiusca que habían iniciado, y continuaba sonando desde el
templete.
Los jinetes, con sus gorros de charol, arrogantes
y serios, los caballos poderosos e impacientes y los reos cabizbajos,
ultrajados y en silencio, avanzaban directo al cuartelillo. Detrás, la comitiva
hacía conjeturas para averiguar en lo posible los acontecimientos. Corrió la
voz enseguida.
-Son los fugados de la cárcel del Dueso.
Días antes, se había comentado en el pueblo la
noticia de que se escondían en la sierra dos presos políticos escapados del
penal santanderino y los “civiles” les tenían acorralados desde hacía unos días
para apresarlos.
Casi al trote, les condujeron por la “acera de
los ricos” hasta la Casa Cuartel y los abandonaron en los calabozos. Allí se
acabó el desfile. Se agolpaba el gentío a la puerta para hacer toda clase de
comentarios gratuitos, detalles, fantasías y qué sé yo el sin fin de sabihondas
suposiciones. Todos curioseaban y pretendían adivinar el destino de aquellos
dos infelices condenados, años ha, en la cárcel del Dueso, tan solo por ser hijos de su padre y,
por ende, estar considerados enemigos del Gobierno.
Apareció el sargento en el balcón del
cuartelillo, engalanado para aquellos días de fiestas mayores con la bandera
nacional y ricas colchas, e invitó a la multitud a abandonar la calle en tono
autoritario y pujante.
-Por favor, señores, desalojen la vía pública,
que este asunto no les concierne a ustedes, así que, cada mochuelo a su olivo.
Hasta mañana.
Cuando llegué a casa, me esperaban todos
impacientes. Ya habían cenado y mi padre fumaba un pitillo sentado frente a la
chimenea con los codos apoyados en las piernas, yo pensé en la regañina, pero
no hubo tal, tan solo levantó la mirada hacia mi altura y, mientras removía las
chispas del fuego del cigarro con su dedo meñique, me dijo:
-Has estado viendo a los presos, ¿verdad?
-Sí -le contesté.
Apuró la colilla que quedaba y, mientras rascaba
nuevamente la brasa, siguió hablando:
-Pobre gente, son los hijos de Silverio. Resulta
que a su padre le dieron el paseo en el treinta y seis por ser de la Casa del
Pueblo, y estos pobres se la juegan ahora con esto. No hay derecho... por lo
visto venían a ver a su madre, que se debe de estar muriendo.
Imposible dormir aquella noche, los rostros
lesionados de los presos se agrandaban en mi mente y me perseguían. Me acosaba
igualmente el recuerdo de su madre que, enferma y agotada, es posible que
esperara ansiosa su visita; además se
escuchaban a lo lejos las verbenas de la plaza y su gente bulliciosa, el
tiovivo, los cohetes, las parrandas con sus coplas y su cachondeo y la orquesta
con su música bailable. Yo no lograba borrar de mi cabeza la imagen de la cara
de pánico de los dos hijos de Silverio.
Al día siguiente, durante la procesión en que
suben a San Roque de la ermita, pasamos de nuevo frente al cuartelillo y cuando
me fijé en las ventanas de los calabozos, volví a acordarme de los presos. Todo
parecía normal, estaba el pueblo entero con su tono reverente y acicalado con
sus mejores atuendos. Al rato, se volvieron a escuchar los comentarios y
alguien señaló:
-Dicen que esta noche se han ahorcao los dos
hermanos en las celdas.
Busqué a mi padre correteando entre la multitud
y, cuando le localicé, me agarré a su mano. De inmediato salimos de la
procesión y me llevó con él al cuartelillo. Allí, confirmada la triste noticia,
habló así con el sargento:
-Yo conocía a los muchachos y a sus padres y
podría ayudar a sepultarles. Ya sé que las autoridades eclesiásticas se niegan
a enterrar en lugar sagrado a estas víctimas.
Dentro del cuartelillo, mi padre siguió hablando
con los guardias por espacio de una hora, por lo menos, seguramente ultimando
los detalles administrativos para ver qué hacer de aquellos pobres infelices.
Yo le esperaba en la calle y cuando por fin salió, tenía los ojos enrojecidos y
el rostro descompuesto.
–Esta madrugada -me dijo ahogando un sollozo-,
hay que enterrarlos como a los perros, detrás de la tapia del camposanto. Ya
ves, el padre en un barranco desconocido y sin nombre y los hijos fuera del
cementerio; todavía más infame, retorcido y vejatorio si cabe.
Otra vez me pasé la noche en vela intentando
imaginar a los hijos de Silverio. Ya no se escuchaba la algarabía de Las
Fiestas. La noche apagó sus luminarias y se disfrazó de silencio. Las buenas
gentes sacrificaron la verbena y la parranda y se quedaron en sus casas por
respeto a los muertos.
Partió la comitiva entre dos luces. Con una mula
blanca y el carro del estiércol, trasportaban los cadáveres rebozados de
arpillera; detrás, en riguroso y colérico silencio iba la familia y los sumisos
allegados, con picos y palas para ejercer de sepultureros. El Juez de Paz
llevaba una carpeta de color azul y gomas blancas, seguramente con un acta
dentro. Mi padre sujetaba el brazo de uno de ellos para evitar que colgase de
aquel carro y un sol majestuoso y espléndido se asomaba por las lomas y pinares
del lugar, para dar fe del entierro.
La viuda de Silverio fallecía en su alcoba esa
mañana, sin sol ni compañía, amargamente resignada e ignorante del suceso, tan
solo con la pena de no haberse despedido de sus hijos con un beso.
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