sábado, 25 de marzo de 2017

ME TIENE MI MULATITA


                                



                                                          

                           ME TIENE MI MULATITA  Paco Arana
                                                 

Me tiene mi mulatita
muy celoso y sorprendío,
quiere que la lleve al río
pa cuidar de su ropita;
que se baña mi Rosita
y yo me quedo en el sol,
cuando aprieta la calór
la sombrillita me pongo
mientras se baña en el fondo
la “gracia” desnuda en flor.

Y me lo vengo pensando
que mi mulata me engaña,
mi tejavana de caña
me lo viene relatando:
– Que mientras se está bañando,
hay un negrito tunante,
un guajirito galante,
que oculto en el cafetal,
observa Rosa y “rosal”
burlando así al vigilante.
                                     
Yo la digo muy bajito:
– Si te bañas disimula
que te quieren ver desnuda
los blancos y los negritos.
Se viste muy despacito
esta cubana traidora,
que me tiene a (tó) las horas,
atento mientras se baña
cantando bajo la caña
mi guajira sonadora.             
                                                                                Amazón libros: Paco Arana

martes, 7 de marzo de 2017

LOS HIJOS DE SILVERIO



                                    LOS HIJOS DE SILVERIO      Paco Arana
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                                                                        Por ver a mi madre diera,
                                                                        un “deíto” de mi mano
                                                                        el que más falta me hiciera.                                                            
                                                                                                                                  
                                         Resultado de imagen de guardia civil, prisioneros

Aquella fecha se había marcado para siempre en una de las partes más penosas de la historia de mi Pueblo y también en mi memoria. Imposible olvidarlo. El día catorce de agosto del año cuarenta y siete, se disponían a celebrar las fiestas patronales de la Virgen y San Roque y fue después de la ceremonia religiosa de vísperas cuando aparecieron en la plaza, sobre sus respectivos caballos hispano-árabes, el sargento y el cabo de la Benemérita, que conducían camino del cuartelillo a dos hombres de a pie con las ropas destrozadas, maniatados entre sí y con signos de violencia en sus rostros y brazos.
Se habían agrupado a la salida de la iglesia los corrillos propios del lugar para escuchar el concierto. Estaban las beatas y las viudas enlutadas, los hortelanos y jornaleros, empresarios y autoridades, caciques y clérigos, el prestamista acaudalado, el alguacil, el barbero…  y toda la chiquillería andante entre la que yo mismo me encontraba. La banda municipal, no quiso interrumpir, por eso, la romanza de Katiusca que habían iniciado, y continuaba sonando desde el templete.   
Los jinetes, con sus gorros de charol, arrogantes y serios, los caballos poderosos e impacientes y los reos cabizbajos, ultrajados y en silencio, avanzaban directo al cuartelillo. Detrás, la comitiva hacía conjeturas para averiguar en lo posible los acontecimientos. Corrió la voz enseguida.
-Son los fugados de la cárcel del Dueso.
Días antes, se había comentado en el pueblo la noticia de que se escondían en la sierra dos presos políticos escapados del penal santanderino y los “civiles” les tenían acorralados desde hacía unos días para apresarlos.                                                 
Casi al trote, les condujeron por la “acera de los ricos” hasta la Casa Cuartel y los abandonaron en los calabozos. Allí se acabó el desfile. Se agolpaba el gentío a la puerta para hacer toda clase de comentarios gratuitos, detalles, fantasías y qué sé yo el sin fin de sabihondas suposiciones. Todos curioseaban y pretendían adivinar el destino de aquellos dos infelices condenados, años ha, en la cárcel del  Dueso, tan solo por ser hijos de su padre y, por ende, estar considerados enemigos del Gobierno.
Apareció el sargento en el balcón del cuartelillo, engalanado para aquellos días de fiestas mayores con la bandera nacional y ricas colchas, e invitó a la multitud a abandonar la calle en tono autoritario y pujante.
-Por favor, señores, desalojen la vía pública, que este asunto no les concierne a ustedes, así que, cada mochuelo a su olivo. Hasta mañana.
Cuando llegué a casa, me esperaban todos impacientes. Ya habían cenado y mi padre fumaba un pitillo sentado frente a la chimenea con los codos apoyados en las piernas, yo pensé en la regañina, pero no hubo tal, tan solo levantó la mirada hacia mi altura y, mientras removía las chispas del fuego del cigarro con su dedo meñique, me dijo:
-Has estado viendo a los presos, ¿verdad?
-Sí -le contesté.
Apuró la colilla que quedaba y, mientras rascaba nuevamente la brasa, siguió hablando:
-Pobre gente, son los hijos de Silverio. Resulta que a su padre le dieron el paseo en el treinta y seis por ser de la Casa del Pueblo, y estos pobres se la juegan ahora con esto. No hay derecho... por lo visto venían a ver a su madre, que se debe de estar muriendo.
Imposible dormir aquella noche, los rostros lesionados de los presos se agrandaban en mi mente y me perseguían. Me acosaba igualmente el recuerdo de su madre que, enferma y agotada, es posible que esperara ansiosa su visita;  además se escuchaban a lo lejos las verbenas de la plaza y su gente bulliciosa, el tiovivo, los cohetes, las parrandas con sus coplas y su cachondeo y la orquesta con su música bailable. Yo no lograba borrar de mi cabeza la imagen de la cara de pánico de los dos hijos de Silverio.
Al día siguiente, durante la procesión en que suben a San Roque de la ermita, pasamos de nuevo frente al cuartelillo y cuando me fijé en las ventanas de los calabozos, volví a acordarme de los presos. Todo parecía normal, estaba el pueblo entero con su tono reverente y acicalado con sus mejores atuendos. Al rato, se volvieron a escuchar los comentarios y alguien señaló:
-Dicen que esta noche se han ahorcao los dos hermanos en las celdas.
Busqué a mi padre correteando entre la multitud y, cuando le localicé, me agarré a su mano. De inmediato salimos de la procesión y me llevó con él al cuartelillo. Allí, confirmada la triste noticia, habló así con el sargento:
-Yo conocía a los muchachos y a sus padres y podría ayudar a sepultarles. Ya sé que las autoridades eclesiásticas se niegan a enterrar en lugar sagrado a estas víctimas.
Dentro del cuartelillo, mi padre siguió hablando con los guardias por espacio de una hora, por lo menos, seguramente ultimando los detalles administrativos para ver qué hacer de aquellos pobres infelices. Yo le esperaba en la calle y cuando por fin salió, tenía los ojos enrojecidos y el rostro descompuesto.
–Esta madrugada -me dijo ahogando un sollozo-, hay que enterrarlos como a los perros, detrás de la tapia del camposanto. Ya ves, el padre en un barranco desconocido y sin nombre y los hijos fuera del cementerio; todavía más infame, retorcido y vejatorio si cabe.
Otra vez me pasé la noche en vela intentando imaginar a los hijos de Silverio. Ya no se escuchaba la algarabía de Las Fiestas. La noche apagó sus luminarias y se disfrazó de silencio. Las buenas gentes sacrificaron la verbena y la parranda y se quedaron en sus casas por respeto a los muertos.  
Partió la comitiva entre dos luces. Con una mula blanca y el carro del estiércol, trasportaban los cadáveres rebozados de arpillera; detrás, en riguroso y colérico silencio iba la familia y los sumisos allegados, con picos y palas para ejercer de sepultureros. El Juez de Paz llevaba una carpeta de color azul y gomas blancas, seguramente con un acta dentro. Mi padre sujetaba el brazo de uno de ellos para evitar que colgase de aquel carro y un sol majestuoso y espléndido se asomaba por las lomas y pinares del lugar, para dar fe del entierro.
La viuda de Silverio fallecía en su alcoba esa mañana, sin sol ni compañía, amargamente resignada e ignorante del suceso, tan solo con la pena de no haberse despedido de sus hijos con un beso. 

                                                             Amazón libros: Paco Arana