SILVESTRE EL MEMBRILLO
I
Este verano han vuelto al Pueblo los indianos que zarparon hace más de
mes y medio desde el puerto de Mar del Plata con la esperanza de abrazar a sus
añorados familiares y conocer a los nuevos retoños, nacidos desde su partida
allende las Américas hace ya cuarenta largos años.
La travesía ha sido tan aventurada
como apasionante, ha sido larga pero, por momentos, divertida, también espinosa
a la vez que placentera, así es que, como era de esperar después de cuarenta
días, todo se ha realizado con éxito gracias a la pericia de la marinería
navegante.
El puerto de Bilbao es un ir y venir de gentes de todo tipo y condición
social, que se agolpan a la espera en varios grupos de viejos amigos y
familiares, para abrazar a los anhelantes pasajeros.
El transatlántico Alcántara II, se convirtió en este tiempo en una
pequeña ciudad flotante, que ha trasportado más de setecientos viajeros, entre
forzados trabajadores, acomodados turistas, emigrantes adinerados y algún
polizón oculto; aventurados todos por igual en la mar inmensa, con la esperanza
brillando en su mirada para llegar felizmente a su destino final de la patria
chica y encontrarse otra vez con su terruño provinciano, que se cobija en un
valle estrecho y alargado, donde perciben de nuevo el color del campo y sus
cultivos, el murmullo del agua en molinos y batanes, la melodía del viento en
alamedas, hayedos y pinares, y este sol de primavera que acentúa y dispersa el
perfume de la breña, el tomillo y el romero, ensanchando, hasta desbordar de
gozo, el corazón de los retornados.
Cómo lucen hoy los más ricos del lugar en el mercado dominguero con sus
trajes a la moda, sus zapatos bicolor y sus chalecos; todos distinguidos caballeros
y alguno, cubierto por un sombrero canotier, aderezado con plumas de ave
tropical en la cintilla; también cuelga del ojal de su chaqueta americana, una
cadena de oro que desemboca en el bolsillo del chaleco, donde se adivina un
espléndido reloj, adquirido en Buenos Aires, alguno hay que se ha traído lo
mejor de sus recuerdos cobijados bajo el ala del sombrero, donde guarda, amén
de otras historias, sus amores de milonga
y otras aventuras increíbles, que cuenta y no acaba ni convence, por lo
fantasiosas e improbables, a sus compadres lugareños.
Esta mañana, a la salida de la misa solemne, se han concentrado entre La
Plaza y La Glorieta del lugar, un batiburrillo formado por la corporación más
asidua y fervorosa, junto a escasos, pero recalcitrantes, incrédulos y un zascandil
sabiondo y callejero que, se ha colado de bufón y recita versos redondos, pequeñines y
salados para alegrar la comitiva. Expuestos todos ellos al pleno sol primaveral,
inician un paseo por la Calle Larga, en busca del frescor del viento sombrío de
callejuelas y vericuetos donde se encuentran las tabernas más castizas:
A la puerta de la iglesia,
un
anciano pordiosero
y un
grupo de ricachones
de
bastón, capa y sombrero.
Se han creado grupillos variopintos y difusos que desfilan con su
algarabía vocinglera y se explayan en saludos cordiales, recordando las
aventuras y desventuras de su odisea ultramarina. No faltan los detalles
zalameros ni los mezquinos comentarios, recordando las viejas penurias que
animaron a huir del lugar a sus paisanos, ahora ya, casi olvidados.
Conviene recordar que Castilla no
perdona, así es que, los lugareños más ladinos, coinciden en cuestionar y
mermar las hazañas de los valerosos convecinos, bautizados en La Villa como los
“desertores del arao”, que ahora lucen sus mejores galas y regresan decididos a
hacerse un palacete de estilo colonial donde invertir una parte de la cuantiosa
fortuna, bien ganada en la tierra
prometida:
-Ya ves tú, cómo viene el nieto del “Membrillo”, con el hambre que han
pasao…
-Razón llevas, Gervasio. La verdad que el mérito fue, sin duda, de aquel
su abuelo Silvestre Bartolomé que se dejó media vida trabajando como una bestia
en cuarenta oficios, cincuenta miserias y algún chanchullo innombrable que le
sirvió para sacar adelante a su prole.
>Buena se la preparó El Santurrón, su mejor amigo. De juzgao de
guardia, fue aquella. El hombre salió del Pueblo por pura vergüenza que le
entró. ¡Anda qué! Le faltó tiempo al cabrón, para dar el chivatazo al juez de
paz.
-Bueno, Joaquín, Sabrás que Silvestre murió en Buenos Aires hace un par
de meses ¿no?... fue a la una en punto de la tarde, que estábamos Julianito,
Aurelio El Rojo y yo en la barbería del Froilán, y tocó a muerto la campana de
la torre, con sus cuatro notas insistentes y desoladoras, que nos llenaron el
corazón con su escalofrío de pena sin remedio. Claro que el “raspabarbas”, como
cualquier barberillo que se precie, ya se había enterao de ante mano por quien
tocaban.
>Ha sido Silvestre “El Membrillo” –nos dijo Froilán, mientras pelaba a
Julianito-. Cincuenta años llevaba en Buenos Aires y allí ha entregao la jeta
al soberano. En Argentina debía de tener un imperio montao con toda su familia
en marcha, así es que, con que los hijos sean la mitad de afanosos que él…
tengo entendido que le quieren hacer un mausoleo por todo lo alto en La
Chacarita.
Estos castellanos viejos, tan fieles a sus tradiciones, no abandonan tan
fácil las costumbres ancestrales; ellos continúan, como antaño, haciéndose eco
de los fallecimientos de los hijos del Pueblo, allí donde quiera que estén, que
para eso dejaron la huella de su pasado y enaltecieron su patria chica desde el
destino que les tocó vivir hasta su muerte:
Aquella
triste campana
que toca
siempre a la una,
nos trae
la muerte lejana
de un
ausente hijo de cuna.
II
Coplas aparte, la vida continúa y la mañana se presta para el encuentro
fortuito con los recién llegados, que siguiendo la ruta del chiqueteo festivo,
les toca ahora visitar La Fonda de La Hilaria, sin duda, el establecimiento más
notorio de La Villa, donde se citan mayormente las gentes de bien, que
pretenden hacer rancho aparte con sus títulos ilustres, a riesgo, claro está,
de que se apure el aforo del local con la caterva obrera; humildes todos por
naturaleza y otras gentes de mal vivir, además del obstinado filósofo rimador
de asfalto, que quizás tengan mayor cercanía y compromiso con los hijos y los
nietos de los retornados.
Allí en La Fonda, se encuentra el nieto de Silvestre, cortejado por sus
parientes y amigos que le muestran, acompañan y protegen como a un auténtico
galán de la escena, que viniera con su acento porteño, su planta impecable y su
indumentaria refinada y discreta, a tronchar los corazones de las mozas en edad
de merecer, que recorren el paseo una y otra vez, para cruzar sus miradas y
darse a conocer con el apuesto recién desembarcado:
-Hey chiguito –le asalta Nazario Porres-. ¿Cómo fue la travesía?
-Muy bien, muchas gracias.
-Treinta años hace que me volví yo de Argentina. Aquello no era para mí.
-Es que, yo nací allí. ¿Sabe usted? Soy argentino.
-Ya lo sé Silvestrito. Tu abuelo y yo viajamos juntos a Buenos Aires.
¡Qué gran hombre aquel! Seguro que te hablaría del Nazario… a ver si te dejas
caer una tarde por mi casa antes de la vuelta y charlamos.
-¡Cómo no! faltaría más don Nazario. Todavía me he de quedar unos diítas
más en la madre patria.
Entre aturdido y orgulloso, se mueve el nieto del Membrillo con soltura,
y va dando pares y nones a los paisanos de su abuelo. Hay un deseo claro de
acercamiento que él ha de dirimir, a sabiendas de los pactos de silencio y las
inquinas del lugar, que Silvestre Bartolomé le confesara cuando supo que
pretendía pisar terreno español y conocer a sus compatriotas y parientes que
ahora se le hacían tan cercanos:
“-Ojo de lince, pibe –le había aconsejado el abuelo-.
Allá se quedaron muchos de mis mejores amigos, que ya se habrán muerto y alguno
de mis enemigos, que no sé si viven todavía.
>Paso firme y frente alta,
Silvestrito, que a la mínima te intentan humillar. Tú no te acojones, defiende
el orgullo de raza de tu abuelo, que no herrarás el tiro.”
La jornada dominguera fue poco menos que agotadora, y a los postres de la
cena, estaba el mozo tan saturado de emociones con las noticias y saludos de
sus, para él, nuevos familiares y viejos lugareños, que cayó en la cama el
galán, como una marmota soñadora, en un duermevela en que acudían a su mente
tremendas pesadillas con los primeros recuerdos de su infancia más feliz, en
compañía de su abuelo que, ahora se trasladaban, a saber con qué capricho, al
paisaje y paisanaje de este Pueblo por el que estrenaba sus paseos. Se veía
Silvestrito cogido de su mano protectora, saludando al gentío por las calles
del lugar al tiempo que le informaba con detalle de su vida y milagros. Entre
sueños le decía:
“-Qué poco cambiaron aquí las cosas,
mi hijito. Bueno, sí. Ahora los pobres siguen siendo los mismos de antes, pero
algo más pobres todavía, y, si bien es cierto que hay menos ricos, los que
quedan están todos amillonaos.
>Aquí se quedaron mis anhelos y mi
lucha por la vida. Me tocó trabajar desde muy niño, sin más escuela ni más
divertimento que apacentar y ordeñar a las cabras, acompañar a mi padre en las
huertas y jardines de los señoritos, arrancar las asperillas para hacer escobas
y vigilar las carboneras del robledal.
>Nos casamos tu abuela y yo llenos
de ilusión y enseguida llegaron los retoños, cinco en total, uno por año… ¡Ay
Dios mío! Aquí tuve que dejar a mi pobre Francisquí que se me murió, dijeron
que de meningitis. !Qué se yo! Para más inri, calló enferma mi Amelia, que
también se quería morir, y fue entonces cuando, después de un calvario de
desdichas y humillaciones, decidimos cruzar el charco en busca de mejor
fortuna. Gracias a la viejita hemos salido a flote toda la familia. Ya lo
sabes.
Cuando despuntó el nuevo día, no sorprendió la luz al argentino pues
llevaba un buen rato despierto, aunque todavía acostado al abrigo de las
mantas, intentando descifrar aquel sueño tan visible en compañía de su abuelo.
Miraba al infinito con los ojos clavados en el techo de la estancia, y le
brotaron, por sorpresa, dos lagrimones como dos garbanzos, que dejó resbalar
hasta la boca, tragándose, una vez más, el amargo sabor de la distancia y la
tristeza.
III
Ahuecó el ala el muchacho, para bajar a desayunar con sus parientes, que
le esperaban para un largo paseo hasta llegar al altozano y divisar así esa
inquietante lejanía, que tanto suele llamar la atención a las geste que habitan
en el valle.
Todavía era temprano cuando salieron camino del pinar que mira al
cementerio y vislumbraron desde allí el paisaje con un fondo de vegetación
exuberante donde se hayan el nacedero del río y sus cascadas, la magnitud del
hayedo centenario y las verdes praderas, que son el pasto de la vacada comunal.
Era el Pueblo desde lo alto, una urbe prolongada de tejados con humeantes o
apagadas chimeneas y la torre vigía y campanario de la iglesia que, esbelta y
orgullosa, sobresalía por encima de un paisaje de niebla endeble y pasajera.
A cada paso que daba por el monte, acudía a su mente la imagen de sus
abuelos, arrastrando su infortunio por las calles, con un ir y venir afanoso e
incierto, en una mañana como aquella de lunes laborioso en que no había
corrillos en tertulia, ni ociosos paseantes, y era el lugar un hormiguero de
hombres en sus quehaceres de a pie o a la grupa de un jamelgo fabriquero con
rumbo a los telares, al tinte o a las ramblas, y de mujeres al lavadero de la
lana o al mercado de abastos; alegraba el entorno, a su vez, la chiquillería saliendo
jubilosa de la escuela, y dos perros callejeros sin amo ni bocado, dormitaban a
la sombra de las acacias, donde el bufón de La Villa, canturreaba sus cuartetas
picajosas:
Hoy está
llena la plaza
de gente trabajadora.
Los muchos,
pan y trabajo,
los pocos,
la sopa boba.
Cuándo bajó de nuevo al valle, descubrió que era la terraza de La Fonda
de La Hilaria, el mejor lugar para el solaz y la tertulia, donde se encontraban,
bajo los blancos quitasoles, los paisanos más rumbosos, ilustres ciudadanos,
autoridades varias y empresarios que ideaban chanzas y nuevos negocios para sus
industrias de paños, boinas y calcetines. El templete sin la orquesta y la
iglesia cerrada a cal y canto, esperaban su turno para reanudar los rezos y
festejar los bailes domingueros.
Se adentraron Silvestrito y sus parientes hasta la barra del bar, para
degustar una ración de cecina caballar y varias rondas de vino mañanero, que
les fue sirviendo la propia Hilaria, una mujer rubia Margot, de ojos
misteriosos de puro grises, sesentona y mofletuda, que lucía con esmero, por
debajo de un vestido estampado de amapolas, el canalillo de sus tetas
abundantes, y sabedora ella de su sensual atractivo, alegraba el ambiente
propiciando la cháchara amistosa y un pelín grosera:
-Ya tenía ganas yo de conocer al famoso nieto del difunto Silvestre
Barolomé –le soltó la dama con toda su frescura y desparpajo, mientras se rascaba
el cuero cabelludo hasta clavarse las uñas. –Tienes prendadas a todas las mozas
casaderas que, se pasean a día de hoy por La Glorieta. Majo.
-Muchas gracias, doña Hilaria –replicó el indiano-, pero no me querás vos
tanto, que lo poco agrada, pero lo mucho enfada.
-Espabila muchacho, que algo entiendo yo de esto, y aquí se oyen muchas
cosas. ¿Qué tal la abuelita Amelia?
-Bajoneada quedó la pobre con la muerte del abuelo, pero todavía resiste
la viejita con sus noventa y dos que va a cumplir.
-Ya me han contao, que quieres hacerte un palacete en el Pueblo, ¿verdad?
-No lo creás vos , doña Hilaria. Todavía me lo estoy pensando… en el
juego como en la vida, antes de cortar hay que barajar.
-Bueno, bueno. Algún ciudadano de este pueblo ya está pensando en venderte
“a buen precio”, claro está, una finca para el caso, y si se tercia, casarte
con una de sus hijas… negocio redondo. Tú compras el terreno, haces la mansión
y pones los dineros y la buena planta. Y ella ¿qué pone?... pues la raja nada
más, buen amigo, qué va a poner. No te digo…
-Che mi hijita, ese cambalache es imposible –replicó Silvestrito, tras
una enorme carcajada. –Ya hace unos años que abandoné la garufa y el coqueteo,
y tengo mi vida acoplada a la Ciudad de Buenos Aires, allí me aguarda para el
casorio, mi linda pebeta porteña.
-Así se habla, muchacho, pero ten en cuenta que, el diablo revuelve en
muchas pajas y por el interés te quiero Andrés.
-Tomo nota, doña Hilaria. Tomo nota, claro que sí.
Ciertamente debió de tomar nota de lo advertido, Ya que en el camino de
vuelta hasta la casa, se dirigió a sus parientes, para dejar claras sus
intenciones:
-Si mi abuelo hubiera vivido para verlo, nos hubiéramos empeñado en el
intento del palacete, pero en este viaje, pretendo, sobre todo, abrazarles a ustedes
y saludar a los amigos y vecinos más cercanos para afianzar nuestros lazos. Vos
tenés abierta nuestra casa en Buenos Aires.
>Una de estas tardes, pienso saludar a su eterno amigo Nazario Porres,
compañero de fatigas en su aventura americana que, a buen seguro, tendrá muchas
cosas que contarme.
IV
El interés del retornado por saber más sobre las cosas de La Villa y su
familia española, se agrandaba por momentos, y no faltaba anciano del lugar, que
no se prestara a darle la mucha o poca información que guardara de su
convivencia, en el recuerdo de más de
cincuenta años atrás, pero él estaba ansioso por escuchar de viva voz al casi
centenario Nazario Porres, sabiendo de la cercanía tan intensa que habían
compartido tanto en España como en Argentina:
-Que hacés vos don Nazario –le saludó desde el exterior de la media
puerta de su casa del Barrio Alto.
-Qué bueno, Silvestrito. Ansioso estaba por verte, entra y dame un
abrazo. Barbián.
Pasaron a la cocina para sentarse en ambos taburetes, y allí acodados
sobre una mesa sencilla y desgastada, fue vaciando el anfitrión una jarra de
barro colmada de un vino flojo y peleón, que, de sobra, serviría para brindar por el encuentro.
Frente a frente quedaron el joven y el anciano y observando Silvestrito
con detalle, pudo ver a un hombre desgastado por la edad, pero con un halo de
felicidad en el rostro y esa serenidad casi
infantil en la mirada, que la vida suele devolver a los viejos centenarios, por
un efecto puramente regresivo hacia la nacencia. Su perfil sonriente y su tez
enrojecida y curtida por el viento y el sol de la sierra, acentuaba la blancura
de aquella calvorota, que, a todas luces, debía de estar casi siempre a
cubierto de la intemperie, por una boina que no paraba de manosear mientras
hablaba. Sus manos eran dos pergaminos escritos con la historia de su vida:
cubiertas de surcos en el dorso y pequeños riscos dislocados en los dedos,
bailaban al compás de una tembladera incontrolada, que le impedía acercarse el vaso de vino a la boca;
un vino que le ayudaría a desahogar el recuerdo emocionado de las vivencias de
su difunto amigo Silvestre Bartolomé:
-Orgulloso tienes que estar de tu abuelo, Silvestrito. Te lo dice Nazario
Porres, que para eso nos criamos puerta con puerta y compartimos el hambre y el
pan, luego, cuando mozos, seguimos juntos buscándonos la vida y nos ajustábamos
para cualquier trabajo que hubiera en el Pueblo, ya fuera de albañiles, en el
monte o en las fábricas, y así alcanzamos fama de formales y trabajadores,
hasta el punto que, el mismísimo cura párroco nos contrató en varias ocasiones
y se encargó también de rebautizarnos con el cómico-venerable apodo de San
Cosme y San Damián.
>Cuando entró Silvestre en amoríos con tu abuela, ya sabía que iba a
ser para toda la vida, ella siempre fue su apoyo y su guía y le dio cinco hijos
que crió con toda la fuerza de su instinto maternal, en un tiempo muy feliz y
próspero en que no faltaba el trabajo y la despensa estaba bien colmada. Fue un
par de años después de que su hijo menor cumpliera dos años y ocho el mayor,
cuando empezaron a fracasar las cosas en el Pueblo; las fábricas, los batanes y
el tinte perdieron su apogeo y disminuyó la mano de obra sin remedio, provocando
una desbandada de emigrantes que se fueron a hacer las Américas.
>Tu abuelo se mataba con la razón para sacar adelante a su prole,
mientras tu abuelita, que es una guisandora muy apañada, cocinaba gloria
bendita con almortas, chanfainas y otras yerbas, y hacía un exquisito dulce de
membrillo, que luego trajinaba en la carnicería o el colmao para seguir
proveyendo la despensa.
-¡Ah! La viejita Amelia, ella ha sido, sin duda, la precursora de
CONSERVAS LA ESPAÑOLA, nuestra industria en Argentina que, aunque no deja de
ser un negocio familiar, cuenta con tres delegaciones en el país y más de
cuarenta puestos de trabajo.
-Cuánto me alegro, muchacho. Todo se lo merecen ustedes, después de las
fatigas que pasamos aquí; aún me parece que le estoy viendo, de madrugada, bajando
cabizbajo desde el camposanto con una pala y un azadón al hombro… yo sabía que
tenía muy enfermo a su primer hijo y me había ofrecido para cualquier menester,
pero se le murió aquella noche y él mismo se fue a cavar la fosa sin mediar
palabra con nadie. Nosotros habíamos hecho en ocasiones esa labor, por encargo
del párroco, pero enterrar a un hijo con sus propias manos, es muy doloroso.
-Qué pérdida más grande. Era el mayor de los hermanos, y mis abuelos le
han recordado siempre con mucha tristeza.
-Fue lo único que me encargó cuando me vine de Buenos Aires hace más de
treinta años: “Te agradecería que me cuidases
la tumba de mi niño Francisquín” Me confió ahogando un quejido.
>Nunca he faltado a la cita y espero subir este año también, para
podar el rosal que planté entonces y que sigue dando flores nuevas cada
primavera. Es una tumba inconfundible por lo sencilla, está siluetada con una
hilera de piedras redondas pintadas de blanco, que marcan el territorio y una
cruz tumbada en el centro del suelo con otras más blancas todavía.
-Qué bueno que te acordás viejo. Mi familia y yo se lo agradecemos sinceramente.
Cualquier mañana, antes del paseo, tomaré el camino del cementerio para visitar
a mis familiares difuntos.
-Cuando regreses a Buenos Aires, no olvides dar un abrazo muy fuerte a
toda tu gente, yo les he echao mucho de menos durante todo este tiempo. La
verdad que faltan muchos de aquellos que compartieron sus fatigas con nosotros,
pero habrás notado que, lo que es el pueblo llano, te acoge con verdadero cariño
y cercanía.
-Así es don Nazario, ustedes me lo demuestran cada día. Un abrazo fuerte:
Quisiera morir de viejo
y desgranar
mi conciencia.
Que
los hijos de mis hijos,
aprendan
de mi experiencia.
V
Cuando salió Silvestrito de la casa no le cabía el corazón en el pecho y
devanaba hilo a hilo las palabras del ilustre centenario, pensando que, a
veces, la distancia, une más el corazón de los hombres que la cercanía, sobre todo, cuando existe un
ardiente deseo por reencontrarse.
Iba caminando hacia La Plaza cuando se topó con el letrero de la
PELUQUERÍA FROILÁN, y sin pensarlo se adentró decidido a acicalarse. Era el
local un cuchitril provinciano con un sillón corrido, un espejo y una silla de
barbero que, en ese momento, ocupaba Aurelio El Rojo y otros dos paisanos más, que
descansaban apoltronados a la espera.
Saludó el indiano y pidió la vez al peluquero, que le calculó media hora, con lo que, prefirió esperar a su
turno junto al resto de la clientela:
-A ver, Joaquín. Hacerle un hueco en el sillón a este muchacho –ordenó
Froilán autoritario-, que habrá sitio para todos. ¿No?
Arrastró el trasero una cuarta el aludido, desplazando a don Gervasio y
se colocaron los tres en el sillón, acomodados y predispuestos para una charla
descaradamente indagatoria aunque amigable:
-¿Para largo van a ser las vacaciones todavía? –le preguntó El Froilán,
sin descuidar el peine y las tijeras.
-Poco queda ya para la vuelta. Me espera el laburo en Buenos Aires; no
conviene hacer el pendejo y descuidar los negocios por más tiempo.
-Toma nota, Gervasio –siguió hilando la hebra el peluquero-. El nieto de “tu
amigo” Silvestre Bartolomé… industrial acaudalado en Buenos Aires.
-Ya me alegro Silvestrito. Tu abuelo tuvo que salir del Pueblo con una
mano delante y otra detrás; aquí no había más que miseria y trabajo mal pagao,
además de envidia y mala fe.
-Qué Pueblo tan jodido, la verdad –apostilló el indiano.
-¡Ay chiguito! Razón llevas –intervino Joaquín en el asunto-. Fue a
resultas de una denuncia que le puso El Santurrón, por apalear un membrillero
con el que proveía a tu abuela para hacer el dulce aquel tan exquisito, y no
encontrando en el cuartelillo de la Guarda Civil, condena aparente para el caso,
le castigaron a desfilar, cerrando la procesión de las Fiestas de Gracias,
cargado con un coloño lleno de membrillos.
>Aquel escarnio vejatorio, que tanto divirtió a los caciques del Pueblo,
colmó el vaso de la ira de tu abuelo Silvestre, que decidió renegar y alejarse de
nuestro país. Yo me alegro por él, que al día de hoy, le han reconocido sus méritos en toda la
Argentina.
-Ahora comprendo muchas cosas, y ¿qué fue del Santurrón aquel?
-No tengo ni idea –intervino Aurelio El Rojo-, pero el membrillero en
cuestión no era de ninguno de los dos. Lo que ocurrió es que El Santurrón
agitaba las ramas, para que cayeran al suelo los membrillos y se los comiera al
día siguiente la única vaca lechera que tenía, y Silvestre madrugaba y los
recogía para que tu abuela hiciera aquel dulce, que procuraba vender para
mejorar su economía doméstica.
>Contaban del Santurrón que, también intentó viajar a Buenos Aires,
pero lo cierto es que algunos le vieron, poco después, por las calles de la
capital, camuflado de ermitaño, mendigando con cruces, estampas y medallas.
Hace ya muchos años que apareció muerto en un portal y nunca más se supo.
-Ya estoy suspirando por regresar a Buenos Aires y besar a mis papás y a
mi viejita Amelia. Aquí no se nos ha
perdido nada.
-Pues no se te olvide despedirte del párroco… –le advirtió Froilán
imperativo- yo sé que tiene interés en conocerte y va diciendo por ahí que,
todavía no se te ha visto el pelo por la iglesia.
-Entonces le puede usted decir al señor cura, que olvide la macana, que
tampoco yo le veo a él por los boliches, así es que… estamos iguales. Hasta
siempre, nos seguimos viendo, que el mundo es muy grande y muy chico.