miércoles, 13 de septiembre de 2017

LA GUITARRA DEL ABUELO

                                                         LA GUITARRA DEL ABUELO

                                                
                                                                                         
Aquel verano del ochenta y seis estaba Curro agobiado con sus conciertos, las fechas se le acumulaban en el mes de agosto del calendario y, para más inri, le estaban reparando su guitarra más valiosa y tenía el compromiso de tocar en Pradoluengo, el pueblo de sus antepasados. Su amigo Zubiaga le había encandilado para el caso y  él le andaba dando pares y nones para salir del apuro, hasta que llegó un punto que no pudo eludir el encargo:
-Joder, Curro, que tienes que tocar en tu pueblo. Yo me encargo de ponerte un escenario con una buena megafonía y luces en azul y rojo para ambientar la noche, luego preparamos una buena cena para todos.
-Claro, Zubi, el problema es que el cantaor que viene conmigo, cena todas las noches en su casa, así que tendréis que arrimar algo de parné para mi amigo el calorrí.
-No te apures, hacemos un escote pericote y el resto que lo ponga el tabernero que es el más interesao, cuida que tu amigo se irá contento y con la andorga bien llena.
-Ya, pero el rinconcito ese donde queréis hacerlo, es un poco cutre ¿no? Ahí detrás de la casa del diputao, donde se mea toda la chiquillería del barrio y algún que otro abuelo prostático; me han dicho que, los más finos, la llaman La Calle del Pis y los más acertaos, El Rincón de la Orina.
-Muy bien, Curro. Estate tranquilo que te lo vamos a decorar y va a quedar una calle de lujo.               
La tarde aquella del concierto, paseaba por el pueblo Curro con El Niño de La Trini, un cantaor gaditano de tronío, y observaron que su amigo Zubi lo había empapelado todo con carteles para anunciar el evento. Efectivamente Zubiaga había engalanado el rinconcito aquel con guirnaldas y cadenetas y había levantado un tinglado para la actuación con dos sillas flamencas, una megafonía regular y dos focos con filtros de colores.
La noche se había quedado rasa, la luna se asomaba brillante sobre la plazoleta colmada por el gentío y Curro comenzó su actuación con un toque muy sentido por rondeñas que entusiasmó al público, continuaron el recital con un diálogo perfectamente compenetrado entre el cante y la guitarra donde se dejaron la piel en los palos más puros y festeros del flamenco; al término por bulerías les despidieron con eufóricos aplausos.
Todo eran agasajos para los artistas y el amigo Zubiaga hervía de satisfacción por el éxito:
-Lo ves, Curro. Desde El Barrio El Sol hasta San Roque, ha venido todo quisqui a escucharos, habéis triunfao.
-Bueno, Zubi. Nos ha acompañado el encanto de la noche y el empeño tuyo para la organización y los detalles. El Niño La Trini ha estao para comérselo, como si estuviera en Cádiz.
-Habéis estao muy bien los dos, Curro. Una delicia.
Ya en la barra del bar, tomando un refrigerio, se les acercó doña Asunción, una anciana señora elegante y distinguida que después de felicitar a todos se dirigió expresamente a Curro:
-Qué emoción me has traído en el concierto, majo; me he acordado mucho de mi abuelo. Bueno, no sé si sabrás que tú y yo estamos algo emparentados… pues este mi abuelo, que se llamaba Francisco como tú, también tocaba, un aficionado claro está, hace muchos años que murió y desde entonces nadie ha sacado la guitarra del estuche.
-Una pena, señora. Por el abuelo y por la guitarra también.
-Pues sí, ya me gustaría que la vieras a ver qué te parece. La tengo que bajar del payo, así que si quieres, mañana después de misa, te pasas por mi casa y tú me dices.
-Encantado señora, ya estoy rabiando por verla, a ver si suena todavía.
Con El Niño de La Trini y Curro, se sentaron en la cena Zubiaga con su esposa, la mujer del tabernero y la alcaldesa con su marido. Comenzó el gaditano con su donaire y su repertorio de chirigotas y ocurrencias varias y fue la cena y los postres toda una fiesta de carcajadas; estuvo tan “sembrao” el cantaor que  la mujer del tabernero no tuvo tiempo de llegar a los lavabos y se orinó de la risa sobre la tarima del bar. Al rato entró en materia Zubiaga y emplazó a su amigo Curro para acudir juntos a la cita con doña Asunción y ver la guitarra en cuestión:                                                
-Seguro que es un buen instrumento, Curro, esa familia estuvo siempre bien acomodada, ella vive en el Chalet de los Indianos, si quieres mañana te acompaño y te hecho un cable. Igual te la regala.
-Bueno, Zubi. Me da la sensación de que la tiene en gran estima.
-Sí, no te jode, en el desván. Si no vienes tú a tocar al pueblo, ni se acuerda de la guitarra en cuestión.
-También es verdá -dijo el cantaor-. Cómo se puede tener una guitarra en el trastero. Digo yo.
-Está bien –remató Curro-. Mañana la vemos.                               
Con la resaca de la noche anterior, se personaron los dos amigos en el chalet de doña Asunción. Les estaba esperando en una sala decimonónica amueblada con una sillería preciosa de estilo barroco y una cómoda elegantísima, las cortinas suntuosas y las lámparas hacían el resto, colgaban además en las paredes una gran cornucopia ovalada con su espejo y varios retratos familiares. Había preparado un aperitivo con vermut y salazones varias, así que abrió la botella y  sirvió tres copas. Tenía la señora vestigios de nobleza, una miaja de altivez y unos ademanes exquisitos que dentro de aquella estancia, destacaban todavía un poco más. Levantó su copa y mirando a sus invitados dijo:
-Un brindis por la música flamenca.
Bebieron los tres y prosiguió señalando a la pared:
-Ese es el retrato de mi abuelo Francisco. Qué personalidad tan grande tenía con su cuello camisero almidonado y las guías de su bigote; a mí me parece cada día más guapo.
Ahí tienes la guitarra, Curro. Sácala tu mismo.
Cuando Curro la tomó entre sus manos, una emoción le recorrió todo el cuerpo y lo primero que hizo fue leer la etiqueta, estaba firmada y decía así: “Guitarras Eladio Molina. Málaga 1.892”. Acto seguido, acercó la nariz a la boca de la guitarra para olfatear su interior y levantando la mirada hacia la dueña, la dijo:
-Una joyita doña Asunción.
Continuó examinando los detalles y observó que aún tenía las cuerdas de tripa, las clavijas eran de ébano y la roseta, en vez de taracea, estaba pintada a mano con una filigrana muy delicada, la tapa muy fina y sensible de pino abeto y el fondo y los aros de ciprés. Tardó Curro unos minutos en afinarla y al rato improvisó unos rasgueos por soleá. Aquello sonaba profundo y rancio así que Curro se esforzó un poco más en su interpretación:
-Es demasiado añeja y ahora mismo está atronada– le indicó Curro-, habría que llevársela a un buen guitarrero para repasar los trastes y cambiar las cuerdas, con el tiempo se habrá movido y conviene ajustarla. Lo que más necesita esta guitarra es que alguien la toque para recuperar todo el brillo que, sin duda, tuvo en su tiempo.
-Llévatela, Curro, para que la repase el guitarrero y la toques todo el tiempo que tú quieras. Es para ti, te la regalo. En mejores manos no va estar.
-Pero bueno, doña Asunción. Muchas gracias, no sabe usted la ilusión que me hace. Yo la prometo que me voy a esmerar en cuidarla como a la joya de que se trata.
                           
                -Mi abuelo Francisco la tocaba a diario y se acompañaba con una copla flamenca que él repetía como si fuera un fetiche melancólico de su aventura en tierras andaluzas, parece que le estoy oyendo:
                                      Perfuman a la sierra
                                      menta y romero,
                                      yerbabuena, albahaca,
                                      la flor de espliego.
                                      La mi morena,
                                      huele a flores del campo
                                      clavo y canela.
<Esta guitarra la trajo él de un viaje que hizo a Sevilla para vender paños y calcetines y, parece ser que una noche, al cruzar los montes de Lucena con su carromato, se topó con una partida de bandoleros que le quitaron el dinero y parte de la mercancía. Él hablaba de El Pernales, salteador afamado con el que estuvo detenido en su escondrijo serrano esperando unos días a que desalojaran la zona los temidos Migueletes. Entre aquella cuadrilla de forajidos había uno que rasgueaba cada noche la guitarra y mi abuelo que conocía el instrumento, se prestó a tocar para ellos y les encandiló con su música hasta el punto que le consideraron su huésped.
-Vaya historia -dijo Zubiaga-. Algo parecido a esto he oído contar yo en mi casa.
-No me extraña –dijo doña Asunción-, mi abuelo la contaba muy a menudo en las tertulias del café. Cada vez agrandaba un poco más su episodio y según él, cuando recuperó la libertad, les cambió una de las mulas de la reata por la guitarra en cuestión y volvió a Pradoluengo diez días más tarde de lo previsto y sin un duro en el bolsillo.
-Pues la guitarra que fue testigo de aquello -dijo Curro-, no nos va a relatar nada más de lo ocurrido, pero seguro que guarda en sus entrañas algún atisbo del embrujo musical de Andalucía…
-Probablemente –interrumpió pensativa doña Asunción-. Corría por el pueblo otra versión diferente de aquella historia de los bandoleros. Ya sabes, las malas lenguas apuntaron a que aquello era muy novelesco y lo podría haber sacado mi abuelo  de alguna de aquellas jácaras de ciego que estuvieron tan en boga por entonces. Dijeron que la auténtica verdad fue, que Francisco paró a hospedarse en una venta de Lucena y con su noble apariencia, su palabreo de juglar y sus delicadas melodías, sedujo a una hermosa hembra y estuvo encamado con ella esos diez días. Dijeron que la guitarra fue un regalo de la joven andaluza a la que correspondió mi abuelo con la copla que, abrazado a su guitarra, tanto repetía y canturreaba:
                                       La mi morena,
                                       huele a flores del campo,
                                       clavo y canela.
              
                         
                                                   De mi libro: Te acuerdas de cuando Entonces
                                                   En Amazón libros: Paco Arana