martes, 14 de noviembre de 2017

LA CASA DE PRADOLUENGO

                                   LA CASA DE PRADOLUENGO                   
Tiene esta casa un patio grande, que luce soleado con los primeros rayos de estos días agosteños en que un manto de hierba, verdeguea adornado por los cristales diminutos de la escarcha mañanera; hay una parra incipiente que pide espacio en el frontal, una isla marcada con un círculo de piedras que protege un buen manojo de blancas margaritas y una hortensia gigante que ocupa el fondo oscuro de la tapia y deja ver sus flores malva, que ahora adornan el rincón donde antes reinaba la tristeza. Pobladas las paredes de macetas con geranios y otras flores, se dibuja una alegre geometría de color que lo anima todo y todo lo embelesa.                             Mi querida amante y esposa desde hace casi cincuenta años, me acompaña en esta estancia apacible y cotidiana; ella es todavía una hermosa mujer con su mirada de rasgos orientales y penetrantes ojos negros, pómulos salientes, tez morena y negra cabellera que, por momentos, me recuerda a una tal princesa escapada de la corte de un rey moro y adaptada a esta parte del mundo tan pequeña, donde las cosas más sencillas nos conmueven y nos llenan el día a día de esta vida pasajera.
Recostado al sol de la antigua mecedora, escucho a lo lejos el cencerro de las cabras y el silbido del cabrero que conduce su rebaño al tomillar, y reconozco por encima de la tapia de este patio, a un amigo tejedor que recoge los paños de la rambla y espanta, sin saberlo, a una bandada de gorriones, que le alegran la mañana con su guirigay populachero y canalla.
Por la ventana de la cocina, se escapa el perfume del café recién salido de la vieja cafetera y el rancio sabor de las tostadas de pan, regadas con el aceite tentador de Andalucía, así es qué, me apresuro a poner la mesa para celebrar el ritual de este sobrio refrigerio, compartido, como siempre, con mi vieja compañera.
Qué alegría de estar juntos otra vez en la intimidad de nuestro escenario tan sencillo y acogedor, sabiendo que, también hoy se unirá a nuestro festín un gorrioncillo callejero, un gorrión que aparece volando puntual desde las ramblas y nos mejora la vida con sus brincos y sus gorjeos. Mi amada, antojadiza ella, ha ido pellizcando migas de pan tierno que coloca a un lado extremo de la mesa; allí llega y se posa el buen gorrión con su simpar canturreo y nos mira, nos observa, nos saluda, pica el trozo de aquel pan, y emprende el vuelo, esta vez, hacia la cornisa del tejado de la casa, se aleja con su discreto traje gris y su cantar ronco y distraído, se va sin hacer ruido, sin colorido ni boato, y sin saber de la alegre sensación que nos produce su breve compañía.
Mañana volverá nuestro gorrión a la hora en punto, con su precisión inglesa, sus piruetas aéreas, sus ojillos vivarachos, sus viejas canciones gorrioneras… y nos alegrará la vida una vez más, sin pedir ni siquiera unas migajas, ni un trocito de pan tostado y salpicado con aceite, para alimentar a su querida parentela.
El sol de mediodía. Golpea ahora sobre la pequeña tejavana de este patio, que cobija a un malogrado fogón, viejo testigo de matanzas y meriendas, y proyecta la sombra necesaria para soportar los rigores implacables del estío. Allí me acomodo en una silla con el asiento de enea y desenfundo la guitarra para ejercitarme en este oficio mío que me exige una dedicación, cuando menos, rigurosa. Para no dar la brasa al vecindario, le he puesto un pañuelo cruzado entre las cuerdas que hace de sordina, esperando no moleste. Así se me pasan las horas, abrazado a este laberinto de maderas desiguales, cerrado por seis cadenas, donde ensayo trémolos, picados, alza púa, arpegios y un sinfín de “sonidos negros” con que la guitarra me deleita.
Hago un alto en el camino, entro y salgo del patio a la despensa y refresco a tragos el gaznate con un vinillo de Jerez, que tengo puesto al fresco debajo de la escalera. Le quito la sordina a la guitarra y ahora sí, interpreto un toque por granaínas, que dura seis minutos y describe un paseo por La Alhambra donde se rompe el silencio de la noche para que se escuche el rumor del agua del Darro y el tañer de la campana de La Vela.
Años ha que no he vuelto a pisar el patio de la casa, y no tengo ningún deseo de hacerlo, me quedo con todas las imágenes, los sonidos y los aromas que se han instalado en mi recuerdo. Ahora puedo parar el tiempo en mi memoria y compartir este espacio con muchos de los que se fueron y con todos los que quedan a mi lado para recordarlo junto a ellos. Además hoy he visto de nuevo al gorrioncillo aquel que compartía el desayuno con nosotros y me ha dicho que no ha vuelto a pasar por aquel patio, ya que nadie pone en la mesa pan tostado para los pobres gorriones callejeros.

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