LA CASA DE PRADOLUENGO
Tiene esta casa
un patio grande, que luce soleado con los primeros rayos de estos días
agosteños en que un manto de hierba, verdeguea adornado por los cristales
diminutos de la escarcha mañanera; hay una parra incipiente que pide espacio en
el frontal, una isla marcada con un círculo de piedras que protege un buen
manojo de blancas margaritas y una hortensia gigante que ocupa el fondo oscuro
de la tapia y deja ver sus flores malva, que ahora adornan el rincón donde
antes reinaba la tristeza. Pobladas las paredes de macetas con geranios y otras
flores, se dibuja una alegre geometría de color que lo anima todo y todo lo
embelesa. Mi querida amante
y esposa desde hace casi cincuenta años, me acompaña en esta estancia apacible
y cotidiana; ella es todavía una hermosa mujer con su mirada de rasgos
orientales y penetrantes ojos negros, pómulos salientes, tez morena y negra
cabellera que, por momentos, me recuerda a una tal princesa escapada de la
corte de un rey moro y adaptada a esta parte del mundo tan pequeña, donde las
cosas más sencillas nos conmueven y nos llenan el día a día de esta vida
pasajera.
Recostado al sol
de la antigua mecedora, escucho a lo lejos el cencerro de las cabras y el
silbido del cabrero que conduce su rebaño al tomillar, y reconozco por encima
de la tapia de este patio, a un amigo tejedor que recoge los paños de la rambla
y espanta, sin saberlo, a una bandada de gorriones, que le alegran la mañana
con su guirigay populachero y canalla.
Por la ventana de
la cocina, se escapa el perfume del café recién salido de la vieja cafetera y el rancio sabor de las tostadas de pan, regadas con el aceite
tentador de Andalucía, así es qué, me apresuro a poner la mesa para celebrar el
ritual de este sobrio refrigerio, compartido, como siempre, con mi vieja
compañera.
Qué alegría de
estar juntos otra vez en la intimidad de nuestro escenario tan sencillo y
acogedor, sabiendo que, también hoy se unirá a nuestro festín un gorrioncillo
callejero, un gorrión que aparece volando puntual desde las ramblas y nos
mejora la vida con sus brincos y sus gorjeos. Mi amada, antojadiza ella, ha ido
pellizcando migas de pan tierno que coloca a un lado extremo de la mesa; allí
llega y se posa el buen gorrión con su simpar canturreo y nos mira, nos
observa, nos saluda, pica el trozo de aquel pan, y emprende el vuelo, esta vez,
hacia la cornisa del tejado de la casa, se aleja con su discreto traje gris y
su cantar ronco y distraído, se va sin hacer ruido, sin colorido ni boato, y
sin saber de la alegre sensación que nos produce su breve compañía.
Mañana volverá
nuestro gorrión a la hora en punto, con su precisión inglesa, sus piruetas
aéreas, sus ojillos vivarachos, sus viejas canciones gorrioneras… y nos alegrará
la vida una vez más, sin pedir ni siquiera unas migajas, ni un trocito de pan
tostado y salpicado con aceite, para alimentar a su querida parentela.
El sol de
mediodía. Golpea ahora sobre la pequeña tejavana de este patio, que cobija a un
malogrado fogón, viejo testigo de matanzas y meriendas, y proyecta la sombra
necesaria para soportar los rigores implacables del estío. Allí me acomodo en
una silla con el asiento de enea y desenfundo la guitarra para ejercitarme en
este oficio mío que me exige una dedicación, cuando menos, rigurosa. Para no
dar la brasa al vecindario, le he puesto un pañuelo cruzado entre las cuerdas
que hace de sordina, esperando no moleste. Así se me pasan las horas, abrazado
a este laberinto de maderas desiguales, cerrado por seis cadenas, donde ensayo
trémolos, picados, alza púa, arpegios y un sinfín de “sonidos negros” con que
la guitarra me deleita.
Hago un alto en
el camino, entro y salgo del patio a la despensa y refresco a tragos el gaznate
con un vinillo de Jerez, que tengo puesto al fresco debajo de la escalera. Le
quito la sordina a la guitarra y ahora sí, interpreto un toque por granaínas,
que dura seis minutos y describe un paseo por La Alhambra donde se rompe el
silencio de la noche para que se escuche el rumor del agua del Darro y el tañer
de la campana de La Vela.
Años ha que no he
vuelto a pisar el patio de la casa, y no tengo ningún deseo de hacerlo, me
quedo con todas las imágenes, los sonidos y los aromas que se han instalado en
mi recuerdo. Ahora puedo parar el tiempo en mi memoria y compartir este espacio
con muchos de los que se fueron y con todos los que quedan a mi lado para
recordarlo junto a ellos. Además hoy he visto de nuevo al gorrioncillo aquel
que compartía el desayuno con nosotros y me ha dicho que no ha vuelto a pasar
por aquel patio, ya que nadie pone en la mesa pan tostado para los pobres
gorriones callejeros.
http://tauroflamenca.blogspot.com.es/
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