martes, 14 de noviembre de 2017

LA CASA DE PRADOLUENGO

                                   LA CASA DE PRADOLUENGO                   
Tiene esta casa un patio grande, que luce soleado con los primeros rayos de estos días agosteños en que un manto de hierba, verdeguea adornado por los cristales diminutos de la escarcha mañanera; hay una parra incipiente que pide espacio en el frontal, una isla marcada con un círculo de piedras que protege un buen manojo de blancas margaritas y una hortensia gigante que ocupa el fondo oscuro de la tapia y deja ver sus flores malva, que ahora adornan el rincón donde antes reinaba la tristeza. Pobladas las paredes de macetas con geranios y otras flores, se dibuja una alegre geometría de color que lo anima todo y todo lo embelesa.                             Mi querida amante y esposa desde hace casi cincuenta años, me acompaña en esta estancia apacible y cotidiana; ella es todavía una hermosa mujer con su mirada de rasgos orientales y penetrantes ojos negros, pómulos salientes, tez morena y negra cabellera que, por momentos, me recuerda a una tal princesa escapada de la corte de un rey moro y adaptada a esta parte del mundo tan pequeña, donde las cosas más sencillas nos conmueven y nos llenan el día a día de esta vida pasajera.
Recostado al sol de la antigua mecedora, escucho a lo lejos el cencerro de las cabras y el silbido del cabrero que conduce su rebaño al tomillar, y reconozco por encima de la tapia de este patio, a un amigo tejedor que recoge los paños de la rambla y espanta, sin saberlo, a una bandada de gorriones, que le alegran la mañana con su guirigay populachero y canalla.
Por la ventana de la cocina, se escapa el perfume del café recién salido de la vieja cafetera y el rancio sabor de las tostadas de pan, regadas con el aceite tentador de Andalucía, así es qué, me apresuro a poner la mesa para celebrar el ritual de este sobrio refrigerio, compartido, como siempre, con mi vieja compañera.
Qué alegría de estar juntos otra vez en la intimidad de nuestro escenario tan sencillo y acogedor, sabiendo que, también hoy se unirá a nuestro festín un gorrioncillo callejero, un gorrión que aparece volando puntual desde las ramblas y nos mejora la vida con sus brincos y sus gorjeos. Mi amada, antojadiza ella, ha ido pellizcando migas de pan tierno que coloca a un lado extremo de la mesa; allí llega y se posa el buen gorrión con su simpar canturreo y nos mira, nos observa, nos saluda, pica el trozo de aquel pan, y emprende el vuelo, esta vez, hacia la cornisa del tejado de la casa, se aleja con su discreto traje gris y su cantar ronco y distraído, se va sin hacer ruido, sin colorido ni boato, y sin saber de la alegre sensación que nos produce su breve compañía.
Mañana volverá nuestro gorrión a la hora en punto, con su precisión inglesa, sus piruetas aéreas, sus ojillos vivarachos, sus viejas canciones gorrioneras… y nos alegrará la vida una vez más, sin pedir ni siquiera unas migajas, ni un trocito de pan tostado y salpicado con aceite, para alimentar a su querida parentela.
El sol de mediodía. Golpea ahora sobre la pequeña tejavana de este patio, que cobija a un malogrado fogón, viejo testigo de matanzas y meriendas, y proyecta la sombra necesaria para soportar los rigores implacables del estío. Allí me acomodo en una silla con el asiento de enea y desenfundo la guitarra para ejercitarme en este oficio mío que me exige una dedicación, cuando menos, rigurosa. Para no dar la brasa al vecindario, le he puesto un pañuelo cruzado entre las cuerdas que hace de sordina, esperando no moleste. Así se me pasan las horas, abrazado a este laberinto de maderas desiguales, cerrado por seis cadenas, donde ensayo trémolos, picados, alza púa, arpegios y un sinfín de “sonidos negros” con que la guitarra me deleita.
Hago un alto en el camino, entro y salgo del patio a la despensa y refresco a tragos el gaznate con un vinillo de Jerez, que tengo puesto al fresco debajo de la escalera. Le quito la sordina a la guitarra y ahora sí, interpreto un toque por granaínas, que dura seis minutos y describe un paseo por La Alhambra donde se rompe el silencio de la noche para que se escuche el rumor del agua del Darro y el tañer de la campana de La Vela.
Años ha que no he vuelto a pisar el patio de la casa, y no tengo ningún deseo de hacerlo, me quedo con todas las imágenes, los sonidos y los aromas que se han instalado en mi recuerdo. Ahora puedo parar el tiempo en mi memoria y compartir este espacio con muchos de los que se fueron y con todos los que quedan a mi lado para recordarlo junto a ellos. Además hoy he visto de nuevo al gorrioncillo aquel que compartía el desayuno con nosotros y me ha dicho que no ha vuelto a pasar por aquel patio, ya que nadie pone en la mesa pan tostado para los pobres gorriones callejeros.

http://tauroflamenca.blogspot.com.es/    


viernes, 27 de octubre de 2017

EL BAR PATILLAS DE BURGOS, CIERRA SUS PUERTAS




                                     EL BAR PATILLAS DE BURGOS, CIERRA SUS PUERTAS

                                                      La imagen puede contener: una persona, sombrero e interior
                                                                               El último eslabón.

 Es tan gallardo el tabernero, tan avispado y de tan alta compostura, que cuida su apariencia cada día y baja al mostrador de la taberna con una indumentaria decimonónica, que, tal cual, parece rescatado de La Venta más castiza de la Sierra Cordobesa.
Con su mirada de gallo reñidor, patillas de hacha, cuatro pelos bien peinaos en su brillante calavera, afilado el rostro y el lenguaje mudo de sus manos, se  advierte a un hombre audaz, cortés, retrechero y delicado a fuer de haber sido vividor de cien batallas perdidas.
Él no es un tabernero al uso, es el intérprete de una obra teatral en la que aparece emperifollado de chaleco permanente y camisa a rayas, para cautivar al respetable con su gracejo y su fantasía farfullera.
Se sitúa siempre detrás de la barra de la taberna centenaria que heredó de su padre y de su abuelo y que conserva todavía el viejo atrezo de guitarras, bandurrias y laúdes, apoyadas sobre el antiguo cajón de cremallera, que en tiempos albergara los pellejos de aquel vino de pelea. Las paredes de este bar son un galimatías de fotos y retratos de músicos de esta y otras épocas, letras de canciones, programas musicales, indicaciones, anuncios, refranes y poemas.
Con qué entusiasmo levanta el telón de la taberna cada día, para el estreno de un nuevo capítulo de su historia verdadera. Con qué ritual atrapará hoy a su querida clientela… el reparto de actores, músicos, figurantes y bufones, irá apareciendo con sus regocijos y sus penas y, poco a poco, brotarán viejas canciones llenas de añoranza y otras melodías más modernas.    

Amazón libros: Paco Arana               http://tauroflamenca.blogspot.com.es/

domingo, 1 de octubre de 2017

QUE VENGA CHANO LOBATO


                             
                                                 QUE VENGA CHANO LOBATO - Amazón libros: Paco Arana

                                                               

                                                                           
                                                                      
Que venga Chano Lobato
el del cante verdadero,
venga el sabio gaditano
con su gracia y con su ingenio.
Que venga a oficiar el rito,
a desvelar el secreto
de aquellos antiguos cantes
de Pericón y de Aurelio;
tirititran de Espeleta
cada noche en su recuerdo,
la soleá, tientos-tangos,
todo el cante de Los Puertos.
Que venga Chano Lobato,
que venga, que quiero verlo,
sentao en su silla de enea,
palante, como un maestro,
haciendo son con las palmas
y acunao en cada tercio
por una guitarra sobria
de sabor rancio y flamenco…
Pero… ¿Aquí no canta nadie?
¡Quién dice que Chano ha muerto!
y que está con sus paisanos,
en un trocito de cielo,
con sus celestes cantiñas
y su cante jaranero.
Amigo Chano Lobato,
tienes que hablar con San Pedro…
dile que te de la llave
para abrir el firmamento
y así bajarte un ratito
a cantarle a los flamencos,
que se han quedado sin norte
y te echan tanto de menos…
Vengan tanguillos de Cádiz,
viejas chuflas, cantes viejos.
Vuelve aquí Chano querido,
a escribir los evangelios.
Los evangelios del cante,
esa verdad sin remiendo,
esa flamenca doctrina
de compás, gracia y misterio.
     

miércoles, 13 de septiembre de 2017

LA GUITARRA DEL ABUELO

                                                         LA GUITARRA DEL ABUELO

                                                
                                                                                         
Aquel verano del ochenta y seis estaba Curro agobiado con sus conciertos, las fechas se le acumulaban en el mes de agosto del calendario y, para más inri, le estaban reparando su guitarra más valiosa y tenía el compromiso de tocar en Pradoluengo, el pueblo de sus antepasados. Su amigo Zubiaga le había encandilado para el caso y  él le andaba dando pares y nones para salir del apuro, hasta que llegó un punto que no pudo eludir el encargo:
-Joder, Curro, que tienes que tocar en tu pueblo. Yo me encargo de ponerte un escenario con una buena megafonía y luces en azul y rojo para ambientar la noche, luego preparamos una buena cena para todos.
-Claro, Zubi, el problema es que el cantaor que viene conmigo, cena todas las noches en su casa, así que tendréis que arrimar algo de parné para mi amigo el calorrí.
-No te apures, hacemos un escote pericote y el resto que lo ponga el tabernero que es el más interesao, cuida que tu amigo se irá contento y con la andorga bien llena.
-Ya, pero el rinconcito ese donde queréis hacerlo, es un poco cutre ¿no? Ahí detrás de la casa del diputao, donde se mea toda la chiquillería del barrio y algún que otro abuelo prostático; me han dicho que, los más finos, la llaman La Calle del Pis y los más acertaos, El Rincón de la Orina.
-Muy bien, Curro. Estate tranquilo que te lo vamos a decorar y va a quedar una calle de lujo.               
La tarde aquella del concierto, paseaba por el pueblo Curro con El Niño de La Trini, un cantaor gaditano de tronío, y observaron que su amigo Zubi lo había empapelado todo con carteles para anunciar el evento. Efectivamente Zubiaga había engalanado el rinconcito aquel con guirnaldas y cadenetas y había levantado un tinglado para la actuación con dos sillas flamencas, una megafonía regular y dos focos con filtros de colores.
La noche se había quedado rasa, la luna se asomaba brillante sobre la plazoleta colmada por el gentío y Curro comenzó su actuación con un toque muy sentido por rondeñas que entusiasmó al público, continuaron el recital con un diálogo perfectamente compenetrado entre el cante y la guitarra donde se dejaron la piel en los palos más puros y festeros del flamenco; al término por bulerías les despidieron con eufóricos aplausos.
Todo eran agasajos para los artistas y el amigo Zubiaga hervía de satisfacción por el éxito:
-Lo ves, Curro. Desde El Barrio El Sol hasta San Roque, ha venido todo quisqui a escucharos, habéis triunfao.
-Bueno, Zubi. Nos ha acompañado el encanto de la noche y el empeño tuyo para la organización y los detalles. El Niño La Trini ha estao para comérselo, como si estuviera en Cádiz.
-Habéis estao muy bien los dos, Curro. Una delicia.
Ya en la barra del bar, tomando un refrigerio, se les acercó doña Asunción, una anciana señora elegante y distinguida que después de felicitar a todos se dirigió expresamente a Curro:
-Qué emoción me has traído en el concierto, majo; me he acordado mucho de mi abuelo. Bueno, no sé si sabrás que tú y yo estamos algo emparentados… pues este mi abuelo, que se llamaba Francisco como tú, también tocaba, un aficionado claro está, hace muchos años que murió y desde entonces nadie ha sacado la guitarra del estuche.
-Una pena, señora. Por el abuelo y por la guitarra también.
-Pues sí, ya me gustaría que la vieras a ver qué te parece. La tengo que bajar del payo, así que si quieres, mañana después de misa, te pasas por mi casa y tú me dices.
-Encantado señora, ya estoy rabiando por verla, a ver si suena todavía.
Con El Niño de La Trini y Curro, se sentaron en la cena Zubiaga con su esposa, la mujer del tabernero y la alcaldesa con su marido. Comenzó el gaditano con su donaire y su repertorio de chirigotas y ocurrencias varias y fue la cena y los postres toda una fiesta de carcajadas; estuvo tan “sembrao” el cantaor que  la mujer del tabernero no tuvo tiempo de llegar a los lavabos y se orinó de la risa sobre la tarima del bar. Al rato entró en materia Zubiaga y emplazó a su amigo Curro para acudir juntos a la cita con doña Asunción y ver la guitarra en cuestión:                                                
-Seguro que es un buen instrumento, Curro, esa familia estuvo siempre bien acomodada, ella vive en el Chalet de los Indianos, si quieres mañana te acompaño y te hecho un cable. Igual te la regala.
-Bueno, Zubi. Me da la sensación de que la tiene en gran estima.
-Sí, no te jode, en el desván. Si no vienes tú a tocar al pueblo, ni se acuerda de la guitarra en cuestión.
-También es verdá -dijo el cantaor-. Cómo se puede tener una guitarra en el trastero. Digo yo.
-Está bien –remató Curro-. Mañana la vemos.                               
Con la resaca de la noche anterior, se personaron los dos amigos en el chalet de doña Asunción. Les estaba esperando en una sala decimonónica amueblada con una sillería preciosa de estilo barroco y una cómoda elegantísima, las cortinas suntuosas y las lámparas hacían el resto, colgaban además en las paredes una gran cornucopia ovalada con su espejo y varios retratos familiares. Había preparado un aperitivo con vermut y salazones varias, así que abrió la botella y  sirvió tres copas. Tenía la señora vestigios de nobleza, una miaja de altivez y unos ademanes exquisitos que dentro de aquella estancia, destacaban todavía un poco más. Levantó su copa y mirando a sus invitados dijo:
-Un brindis por la música flamenca.
Bebieron los tres y prosiguió señalando a la pared:
-Ese es el retrato de mi abuelo Francisco. Qué personalidad tan grande tenía con su cuello camisero almidonado y las guías de su bigote; a mí me parece cada día más guapo.
Ahí tienes la guitarra, Curro. Sácala tu mismo.
Cuando Curro la tomó entre sus manos, una emoción le recorrió todo el cuerpo y lo primero que hizo fue leer la etiqueta, estaba firmada y decía así: “Guitarras Eladio Molina. Málaga 1.892”. Acto seguido, acercó la nariz a la boca de la guitarra para olfatear su interior y levantando la mirada hacia la dueña, la dijo:
-Una joyita doña Asunción.
Continuó examinando los detalles y observó que aún tenía las cuerdas de tripa, las clavijas eran de ébano y la roseta, en vez de taracea, estaba pintada a mano con una filigrana muy delicada, la tapa muy fina y sensible de pino abeto y el fondo y los aros de ciprés. Tardó Curro unos minutos en afinarla y al rato improvisó unos rasgueos por soleá. Aquello sonaba profundo y rancio así que Curro se esforzó un poco más en su interpretación:
-Es demasiado añeja y ahora mismo está atronada– le indicó Curro-, habría que llevársela a un buen guitarrero para repasar los trastes y cambiar las cuerdas, con el tiempo se habrá movido y conviene ajustarla. Lo que más necesita esta guitarra es que alguien la toque para recuperar todo el brillo que, sin duda, tuvo en su tiempo.
-Llévatela, Curro, para que la repase el guitarrero y la toques todo el tiempo que tú quieras. Es para ti, te la regalo. En mejores manos no va estar.
-Pero bueno, doña Asunción. Muchas gracias, no sabe usted la ilusión que me hace. Yo la prometo que me voy a esmerar en cuidarla como a la joya de que se trata.
                           
                -Mi abuelo Francisco la tocaba a diario y se acompañaba con una copla flamenca que él repetía como si fuera un fetiche melancólico de su aventura en tierras andaluzas, parece que le estoy oyendo:
                                      Perfuman a la sierra
                                      menta y romero,
                                      yerbabuena, albahaca,
                                      la flor de espliego.
                                      La mi morena,
                                      huele a flores del campo
                                      clavo y canela.
<Esta guitarra la trajo él de un viaje que hizo a Sevilla para vender paños y calcetines y, parece ser que una noche, al cruzar los montes de Lucena con su carromato, se topó con una partida de bandoleros que le quitaron el dinero y parte de la mercancía. Él hablaba de El Pernales, salteador afamado con el que estuvo detenido en su escondrijo serrano esperando unos días a que desalojaran la zona los temidos Migueletes. Entre aquella cuadrilla de forajidos había uno que rasgueaba cada noche la guitarra y mi abuelo que conocía el instrumento, se prestó a tocar para ellos y les encandiló con su música hasta el punto que le consideraron su huésped.
-Vaya historia -dijo Zubiaga-. Algo parecido a esto he oído contar yo en mi casa.
-No me extraña –dijo doña Asunción-, mi abuelo la contaba muy a menudo en las tertulias del café. Cada vez agrandaba un poco más su episodio y según él, cuando recuperó la libertad, les cambió una de las mulas de la reata por la guitarra en cuestión y volvió a Pradoluengo diez días más tarde de lo previsto y sin un duro en el bolsillo.
-Pues la guitarra que fue testigo de aquello -dijo Curro-, no nos va a relatar nada más de lo ocurrido, pero seguro que guarda en sus entrañas algún atisbo del embrujo musical de Andalucía…
-Probablemente –interrumpió pensativa doña Asunción-. Corría por el pueblo otra versión diferente de aquella historia de los bandoleros. Ya sabes, las malas lenguas apuntaron a que aquello era muy novelesco y lo podría haber sacado mi abuelo  de alguna de aquellas jácaras de ciego que estuvieron tan en boga por entonces. Dijeron que la auténtica verdad fue, que Francisco paró a hospedarse en una venta de Lucena y con su noble apariencia, su palabreo de juglar y sus delicadas melodías, sedujo a una hermosa hembra y estuvo encamado con ella esos diez días. Dijeron que la guitarra fue un regalo de la joven andaluza a la que correspondió mi abuelo con la copla que, abrazado a su guitarra, tanto repetía y canturreaba:
                                       La mi morena,
                                       huele a flores del campo,
                                       clavo y canela.
              
                         
                                                   De mi libro: Te acuerdas de cuando Entonces
                                                   En Amazón libros: Paco Arana 
                              

sábado, 12 de agosto de 2017

EL TESORO DE MAMBRÚ


                                              
                              EL TESORO DE MAMBRÚ  Paco Arana 31-07-17

                       Resultado de imagen de PELUQUERIA ANTIGUA
    
Transcurría el año cuarenta y cuatro del pasado siglo XX, quinto año triunfal de aquella guerra sin sentido en que, los que “todo lo ganaron y todo lo perdieron”, se tuvieron que acostumbrar a la economía de miseria que se había instalado en La Villa Textil de Pradoluengo, y como la suerte siempre va por barrios, pronto destacó la abundancia de la oligarquía terrateniente, sobre la escasez manifiesta de la plebe sometida.
Tras la guerra civil, alguno de los desheredados praolenguinos, iniciaron su éxodo a los países iberoamericanos y no faltaron los que eligieron La República Dominicana como destino para realizar sus deseos de libertad, trabajo y confianza.
Pasado el tiempo, diez años quizá, llegaban al Pueblo cartas bienaventuradas con las noticias de los primeros emigrantes, que, al parecer, habían alcanzado el bienestar en La Isla, aunque, hasta la fecha, nadie había vuelto para contarlo.
Fue entonces cuando Saturnino Villar, cariñosamente “Mambrú”, un joven empresario, que intentaba, sin fortuna, sobrevivir en el Pueblo con su humilde barbería, se enteró de aquella oportunidad de oro que proponía La República Dominicana a los jóvenes de La Sierra de la Demanda, para explotar nuevas tierras que les daba el propio gobierno y asegurar su porvenir, con lo cual decidió embarcarse rumbo a la aventura americana.
Una vez en La Isla y llegado a su destino en el municipio de San Juan de la Managua, descubrió enseguida, que aquella maravillosa oferta, era una artimaña, emanada de la buena relación entre los dictadores Franco y Trujillo, siendo este último el sátrapa que se la urdió al entonces caudillo de la nación, para insuflar sangre española entre las nativas dominicanas con la única pretensión de “rebajar color “al nuevo encaste que se pretendía.
Ni que decir tiene que, el bueno de Mambrú, no le hizo ascos a los ofrecimientos de las solícitas damas, y tuvo además la habilidad de salir huyendo del compromiso conyugal, para, en cuanto pudo recuperar su pasaporte, embarcarse de nuevo rumbo a España… y santas pascuas.
Otra vez de vuelta en el terruño, reiniciaba su viejo oficio, en el mismo local y domicilio de antaño, en el que se anunciaba ahora como “Peluquería El Barato”, intentando, con semejante premisa, atraer a una buena parte de su antigua clientela, pero, a estas alturas, ya había alcanzado el veterano Misián la fama y excelencia de fígaro consolidado, mientras que Mambrú se pasaba los días mano sobre mano esperando el porvenir… y el porvenir nunca llega.
Pues allí ocurrió, en la calleja del Cinema Glorieta se gestó la historia del Tesoro de Mambrú. Benditos sean todos sus protagonistas y todos los afortunados  testigos que tararearon la letra y música del romance, que inmortalizó Pedro Pichas, poeta y músico eminente de La Banda Municipal praolenguina que solía servirse del anecdotario provinciano para versificar las situaciones más chuscas y memorables de aquellas gentes, tan capaces de averiguar el día a día de su estrecha subsistencia.
Fue un tal señor Martínez, que había iniciado por entonces, una obra de construcción, en un vano de su propiedad, pegado a la calleja del Cinema Glorieta y colindante con la Casa-Barbería de Mambrú, para lo cual había contratado dos expertos albañiles: Justino y Panchi de Pablo que bregaban día a día con lo más duro del oficio, cavando a fondo para la cimentación de lo que pretendía ser un estrecho edificio de tres alturas.  
Resultó que a los pocos días apareció en la casa de Mambrú, tirado en el suelo, junto al hueco de la chimenea, un rugoso, chamuscado y mal doblado pergamino con indicaciones claras de un tesoro escondido en el hayedo, muy cerca de la remota choza los vizcaínos, término de Las Narras.
Cuanto más miraba Mambrú el documento aquel, más fuerte le palpitaba el corazón, y decidió compartir la buena noticia con su cuñado Facio, que a buen seguro conocería el terreno, ya que, en otros tiempos, se había dedicado a hacer carbón vegetal  en aquella zona.
Se encandilaron los dos parientes con la idea de explorar el terreno y buscaron la colaboración de Ángel Higales, vecino cercano que disponía de un caballo de fabricante, con el que desplazarían las herramientas necesarias, y de los dos picapedreros a destajo, Panchi y Justino, que entraron también en la participación del posible negocio, del que Mambrú sería, lógicamente, el mayor accionista.
Subían a Las Narras recién anochecido y cavando hasta el amanecer, lograron hacer dos superficies de tamaño semejante al templete de la plaza del Pueblo, pero no encontraron rastro alguno de los lingotes de oro que refería el plano aparecido en la casa de Mambrú. Decaían los ánimos y surgían entre ellos tremendas peloteras, por parte, sobre todo, de Higales, que se había erigido director de operaciones, tan solo para no agarrarse al pico y la pala, y andaba zascandileando de un lado a otro con el farol.
Después de una acalorada discusión, estaban ya decididos a abandonar la hazaña, cuando sonó a metal un azadonazo que dio encorajinado Mambrú y resultó ser una cadena con cuatro argollas gordísimas de hierro, señal segura de que el tesoro estaba cerca. Esto reavivó la llama de la esperanza durante unos días, hasta que Facio se enteró de que las referidas argollas, pertenecieron a los aizcolaris vascos que vinieron a estas tierras, siglos atrás, a talar los hayedos, para armar sus gabarras y sus grandes navíos.
Mambrú intentaba a toda costa animar al grupo, para que no abandonasen, entre otros motivos, porque se había adelantado a decirle a su esposa:
-Ya estamos muy cerca del tesoro, Paulina. Verás que pronto, vamos a ser ricos.
-Ay Saturnino, Saturnino. A ver si es verdad. Por qué, lo que es la barbería…
Demasiadas expectativas se había creado Mambrú y demasiada información corría a estas alturas por el Pueblo, hasta que un buen día, apareció Higales echando pestes por la barbería, y con el supuesto viejo pergamino en la mano, le confirmó que no existía tesoro alguno, ya que el documento aquel, era totalmente falso y que además estaba hecho con papel de estraza de la pescadería de La Asun, para lo cual le mostraba uno totalmente idéntico, pero sin doblar, ni arrugar, ni escribir, ni chamuscar, y le abroncaba diciendo:
-Somos la burla del Pueblo, Mambrú, dos meses subiendo a Las Narras para hacer el ridículo más espantoso, y, por si fuera poco, ahora nos vemos metidos en copla… como La Dolores.
Poco tardó Mambrú en descubrir que, aquello era cierto y bien cierto; tan solo tuvo que dar un garbeo por la solana de las calles por donde el mujerío cosía boinas y cerraba calcetines, y escuchar cauteloso tras las ventanas de los telares, para oír de primera mano la cantilena y el romance que ya invadía el Pueblo entero, con aquel ramillete de coplas que decía así:                    
En casa de un barbero
un documento ha salido,
que en la choza los vizcaínos
hay un tesoro escondido.

El barbero muy contento
se lo ha dicho a su cuñao
y armados de pico y pala
a Las Narras han marchao.

Muchos días trabajando
y no han encontrado nada,
y el buen Facio ha respondido:
-No subo más a Las Narras.

“Pero en una noche oscura
             cuatro argollas encontraban,
creyendo que eran de oro
del tesoro que buscaban.”

Ya no afilo más navajas
ni corto ya mas el pelo,
me voy a comprar un hayga
de esos de último modelo.

“Quien no se crea esta historia,
que pregunte al que hizo el mapa.
Los incautos buscadores
nunca han vuelto a saber nada.”

Tampoco falto el chismorreo en la barbería, desbordada por los antiguos y nuevos clientes que, si en verdad, acudían para curiosear y mofarse de Mambrú, él, con su candidez, les aguantaba la broma y el cachondeo, y adornaba incluso los detalles del caso con sentido del humor y fantasía, comprobando, que aquella nefasta peripecia, le estaba rentando los mejores resultados para su negocio; así es que, lo primero que se le ocurrió, fue cambiar el antiguo letrero de “El Barato” por el de “Barbería Mambrú” Peluquería, Perfumería e Higiene, viéndose así desbordado, hasta el punto que, tuvo que dar  turno y lista de espera.
                                                            En Burgos a 31-07-17
               
A

viernes, 28 de julio de 2017

SILVESTRE EL MEMBRILLO

                                                  SILVESTRE EL MEMBRILLO
                                                        
                                                  

                                         
                                                                     I
Este verano han vuelto al Pueblo los indianos que zarparon hace más de mes y medio desde el puerto de Mar del Plata con la esperanza de abrazar a sus añorados familiares y conocer a los nuevos retoños, nacidos desde su partida allende las Américas hace ya cuarenta largos años.
 La travesía ha sido tan aventurada como apasionante, ha sido larga pero, por momentos, divertida, también espinosa a la vez que placentera, así es que, como era de esperar después de cuarenta días, todo se ha realizado con éxito gracias a la pericia de la marinería navegante.
El puerto de Bilbao es un ir y venir de gentes de todo tipo y condición social, que se agolpan a la espera en varios grupos de viejos amigos y familiares, para abrazar a los anhelantes pasajeros.
El transatlántico Alcántara II, se convirtió en este tiempo en una pequeña ciudad flotante, que ha trasportado más de setecientos viajeros, entre forzados trabajadores, acomodados turistas, emigrantes adinerados y algún polizón oculto; aventurados todos por igual en la mar inmensa, con la esperanza brillando en su mirada para llegar felizmente a su destino final de la patria chica y encontrarse otra vez con su terruño provinciano, que se cobija en un valle estrecho y alargado, donde perciben de nuevo el color del campo y sus cultivos, el murmullo del agua en molinos y batanes, la melodía del viento en alamedas, hayedos y pinares, y este sol de primavera que acentúa y dispersa el perfume de la breña, el tomillo y el romero, ensanchando, hasta desbordar de gozo, el corazón de los retornados.
Cómo lucen hoy los más ricos del lugar en el mercado dominguero con sus trajes a la moda, sus zapatos bicolor y sus chalecos; todos distinguidos caballeros y alguno, cubierto por un sombrero canotier, aderezado con plumas de ave tropical en la cintilla; también cuelga del ojal de su chaqueta americana, una cadena de oro que desemboca en el bolsillo del chaleco, donde se adivina un espléndido reloj, adquirido en Buenos Aires, alguno hay que se ha traído lo mejor de sus recuerdos cobijados bajo el ala del sombrero, donde guarda, amén de otras historias, sus amores de milonga y otras aventuras increíbles, que cuenta y no acaba ni convence, por lo fantasiosas e improbables, a sus compadres lugareños.
Esta mañana, a la salida de la misa solemne, se han concentrado entre La Plaza y La Glorieta del lugar, un batiburrillo formado por la corporación más asidua y fervorosa, junto a escasos, pero recalcitrantes, incrédulos y un zascandil sabiondo y callejero que, se ha colado de bufón y recita versos redondos, pequeñines y salados para alegrar la comitiva. Expuestos todos ellos al pleno sol primaveral, inician un paseo por la Calle Larga, en busca del frescor del viento sombrío de callejuelas y vericuetos donde se encuentran las tabernas más castizas:
                               A la puerta de la iglesia,
                               un anciano pordiosero
                               y un grupo de ricachones
                               de bastón, capa y sombrero.
Se han creado grupillos variopintos y difusos que desfilan con su algarabía vocinglera y se explayan en saludos cordiales, recordando las aventuras y desventuras de su odisea ultramarina. No faltan los detalles zalameros ni los mezquinos comentarios, recordando las viejas penurias que animaron a huir del lugar a sus paisanos, ahora ya, casi olvidados.
Conviene recordar que Castilla no perdona, así es que, los lugareños más ladinos, coinciden en cuestionar y mermar las hazañas de los valerosos convecinos, bautizados en La Villa como los “desertores del arao”, que ahora lucen sus mejores galas y regresan decididos a hacerse un palacete de estilo colonial donde invertir una parte de la cuantiosa fortuna, bien ganada en la tierra prometida:
-Ya ves tú, cómo viene el nieto del “Membrillo”, con el hambre que han pasao…
-Razón llevas, Gervasio. La verdad que el mérito fue, sin duda, de aquel su abuelo Silvestre Bartolomé que se dejó media vida trabajando como una bestia en cuarenta oficios, cincuenta miserias y algún chanchullo innombrable que le sirvió para sacar adelante a su prole.
>Buena se la preparó El Santurrón, su mejor amigo. De juzgao de guardia, fue aquella. El hombre salió del Pueblo por pura vergüenza que le entró. ¡Anda qué! Le faltó tiempo al cabrón, para dar el chivatazo al juez de paz.
-Bueno, Joaquín, Sabrás que Silvestre murió en Buenos Aires hace un par de meses ¿no?... fue a la una en punto de la tarde, que estábamos Julianito, Aurelio El Rojo y yo en la barbería del Froilán, y tocó a muerto la campana de la torre, con sus cuatro notas insistentes y desoladoras, que nos llenaron el corazón con su escalofrío de pena sin remedio. Claro que el “raspabarbas”, como cualquier barberillo que se precie, ya se había enterao de ante mano por quien tocaban.


>Ha sido Silvestre “El Membrillo” –nos dijo Froilán, mientras pelaba a Julianito-. Cincuenta años llevaba en Buenos Aires y allí ha entregao la jeta al soberano. En Argentina debía de tener un imperio montao con toda su familia en marcha, así es que, con que los hijos sean la mitad de afanosos que él… tengo entendido que le quieren hacer un mausoleo por todo lo alto en La Chacarita.
Estos castellanos viejos, tan fieles a sus tradiciones, no abandonan tan fácil las costumbres ancestrales; ellos continúan, como antaño, haciéndose eco de los fallecimientos de los hijos del Pueblo, allí donde quiera que estén, que para eso dejaron la huella de su pasado y enaltecieron su patria chica desde el destino que les tocó vivir hasta su muerte:
                         Aquella triste campana
                         que toca siempre a la una,
                         nos trae la muerte lejana
                         de un ausente hijo de cuna.

                                            II
Coplas aparte, la vida continúa y la mañana se presta para el encuentro fortuito con los recién llegados, que siguiendo la ruta del chiqueteo festivo, les toca ahora visitar La Fonda de La Hilaria, sin duda, el establecimiento más notorio de La Villa, donde se citan mayormente las gentes de bien, que pretenden hacer rancho aparte con sus títulos ilustres, a riesgo, claro está, de que se apure el aforo del local con la caterva obrera; humildes todos por naturaleza y otras gentes de mal vivir, además del obstinado filósofo rimador de asfalto, que quizás tengan mayor cercanía y compromiso con los hijos y los nietos de los retornados.
Allí en La Fonda, se encuentra el nieto de Silvestre, cortejado por sus parientes y amigos que le muestran, acompañan y protegen como a un auténtico galán de la escena, que viniera con su acento porteño, su planta impecable y su indumentaria refinada y discreta, a tronchar los corazones de las mozas en edad de merecer, que recorren el paseo una y otra vez, para cruzar sus miradas y darse a conocer con el apuesto recién desembarcado:
-Hey chiguito –le asalta Nazario Porres-. ¿Cómo fue la travesía?
-Muy bien, muchas gracias.
-Treinta años hace que me volví yo de Argentina. Aquello no era para mí.
-Es que, yo nací allí. ¿Sabe usted? Soy argentino.
-Ya lo sé Silvestrito. Tu abuelo y yo viajamos juntos a Buenos Aires. ¡Qué gran hombre aquel! Seguro que te hablaría del Nazario… a ver si te dejas caer una tarde por mi casa antes de la vuelta y charlamos.
-¡Cómo no! faltaría más don Nazario. Todavía me he de quedar unos diítas más en la madre patria.
Entre aturdido y orgulloso, se mueve el nieto del Membrillo con soltura, y va dando pares y nones a los paisanos de su abuelo. Hay un deseo claro de acercamiento que él ha de dirimir, a sabiendas de los pactos de silencio y las inquinas del lugar, que Silvestre Bartolomé le confesara cuando supo que pretendía pisar terreno español y conocer a sus compatriotas y parientes que ahora se le hacían tan cercanos:
“-Ojo de lince, pibe –le había aconsejado el abuelo-. Allá se quedaron muchos de mis mejores amigos, que ya se habrán muerto y alguno de mis enemigos, que no sé si viven todavía.
>Paso firme y frente alta, Silvestrito, que a la mínima te intentan humillar. Tú no te acojones, defiende el orgullo de raza de tu abuelo, que no herrarás el tiro.”
La jornada dominguera fue poco menos que agotadora, y a los postres de la cena, estaba el mozo tan saturado de emociones con las noticias y saludos de sus, para él, nuevos familiares y viejos lugareños, que cayó en la cama el galán, como una marmota soñadora, en un duermevela en que acudían a su mente tremendas pesadillas con los primeros recuerdos de su infancia más feliz, en compañía de su abuelo que, ahora se trasladaban, a saber con qué capricho, al paisaje y paisanaje de este Pueblo por el que estrenaba sus paseos. Se veía Silvestrito cogido de su mano protectora, saludando al gentío por las calles del lugar al tiempo que le informaba con detalle de su vida y milagros. Entre sueños le decía:
“-Qué poco cambiaron aquí las cosas, mi hijito. Bueno, sí. Ahora los pobres siguen siendo los mismos de antes, pero algo más pobres todavía, y, si bien es cierto que hay menos ricos, los que quedan están todos amillonaos.
>Aquí se quedaron mis anhelos y mi lucha por la vida. Me tocó trabajar desde muy niño, sin más escuela ni más divertimento que apacentar y ordeñar a las cabras, acompañar a mi padre en las huertas y jardines de los señoritos, arrancar las asperillas para hacer escobas y vigilar las carboneras del robledal.
>Nos casamos tu abuela y yo llenos de ilusión y enseguida llegaron los retoños, cinco en total, uno por año… ¡Ay Dios mío! Aquí tuve que dejar a mi pobre Francisquí que se me murió, dijeron que de meningitis. !Qué se yo! Para más inri, calló enferma mi Amelia, que también se quería morir, y fue entonces cuando, después de un calvario de desdichas y humillaciones, decidimos cruzar el charco en busca de mejor fortuna. Gracias a la viejita hemos salido a flote toda la familia. Ya lo sabes.
Cuando despuntó el nuevo día, no sorprendió la luz al argentino pues llevaba un buen rato despierto, aunque todavía acostado al abrigo de las mantas, intentando descifrar aquel sueño tan visible en compañía de su abuelo. Miraba al infinito con los ojos clavados en el techo de la estancia, y le brotaron, por sorpresa, dos lagrimones como dos garbanzos, que dejó resbalar hasta la boca, tragándose, una vez más, el amargo sabor de la distancia y la tristeza.
                                             III
Ahuecó el ala el muchacho, para bajar a desayunar con sus parientes, que le esperaban para un largo paseo hasta llegar al altozano y divisar así esa inquietante lejanía, que tanto suele llamar la atención a las geste que habitan en el valle.
Todavía era temprano cuando salieron camino del pinar que mira al cementerio y vislumbraron desde allí el paisaje con un fondo de vegetación exuberante donde se hayan el nacedero del río y sus cascadas, la magnitud del hayedo centenario y las verdes praderas, que son el pasto de la vacada comunal. Era el Pueblo desde lo alto, una urbe prolongada de tejados con humeantes o apagadas chimeneas y la torre vigía y campanario de la iglesia que, esbelta y orgullosa, sobresalía por encima de un paisaje de niebla endeble y pasajera.
A cada paso que daba por el monte, acudía a su mente la imagen de sus abuelos, arrastrando su infortunio por las calles, con un ir y venir afanoso e incierto, en una mañana como aquella de lunes laborioso en que no había corrillos en tertulia, ni ociosos paseantes, y era el lugar un hormiguero de hombres en sus quehaceres de a pie o a la grupa de un jamelgo fabriquero con rumbo a los telares, al tinte o a las ramblas, y de mujeres al lavadero de la lana o al mercado de abastos; alegraba el entorno, a su vez, la chiquillería saliendo jubilosa de la escuela, y dos perros callejeros sin amo ni bocado, dormitaban a la sombra de las acacias, donde el bufón de La Villa, canturreaba sus cuartetas picajosas:
                         Hoy está llena la plaza
                         de gente trabajadora.
                         Los muchos, pan y trabajo,
                         los pocos, la sopa boba.         
Cuándo bajó de nuevo al valle, descubrió que era la terraza de La Fonda de La Hilaria, el mejor lugar para el solaz y la tertulia, donde se encontraban, bajo los blancos quitasoles, los paisanos más rumbosos, ilustres ciudadanos, autoridades varias y empresarios que ideaban chanzas y nuevos negocios para sus industrias de paños, boinas y calcetines. El templete sin la orquesta y la iglesia cerrada a cal y canto, esperaban su turno para reanudar los rezos y festejar los bailes domingueros.
Se adentraron Silvestrito y sus parientes hasta la barra del bar, para degustar una ración de cecina caballar y varias rondas de vino mañanero, que les fue sirviendo la propia Hilaria, una mujer rubia Margot, de ojos misteriosos de puro grises, sesentona y mofletuda, que lucía con esmero, por debajo de un vestido estampado de amapolas, el canalillo de sus tetas abundantes, y sabedora ella de su sensual atractivo, alegraba el ambiente propiciando la cháchara amistosa y un pelín grosera:
-Ya tenía ganas yo de conocer al famoso nieto del difunto Silvestre Barolomé –le soltó la dama con toda su frescura y desparpajo, mientras se rascaba el cuero cabelludo hasta clavarse las uñas. –Tienes prendadas a todas las mozas casaderas que, se pasean a día de hoy por La Glorieta. Majo.
-Muchas gracias, doña Hilaria –replicó el indiano-, pero no me querás vos tanto, que lo poco agrada, pero lo mucho enfada.
-Espabila muchacho, que algo entiendo yo de esto, y aquí se oyen muchas cosas. ¿Qué tal la abuelita Amelia?
-Bajoneada quedó la pobre con la muerte del abuelo, pero todavía resiste la viejita con sus noventa y dos que va a cumplir.
-Ya me han contao, que quieres hacerte un palacete en el Pueblo, ¿verdad?
-No lo creás vos , doña Hilaria. Todavía me lo estoy pensando… en el juego como en la vida, antes de cortar hay que barajar.
-Bueno, bueno. Algún ciudadano de este pueblo ya está pensando en venderte “a buen precio”, claro está, una finca para el caso, y si se tercia, casarte con una de sus hijas… negocio redondo. Tú compras el terreno, haces la mansión y pones los dineros y la buena planta. Y ella ¿qué pone?... pues la raja nada más, buen amigo, qué va a poner. No te digo…
-Che mi hijita, ese cambalache es imposible –replicó Silvestrito, tras una enorme carcajada. –Ya hace unos años que abandoné la garufa y el coqueteo, y tengo mi vida acoplada a la Ciudad de Buenos Aires, allí me aguarda para el casorio, mi linda pebeta porteña.
-Así se habla, muchacho, pero ten en cuenta que, el diablo revuelve en muchas pajas y por el interés te quiero Andrés.
-Tomo nota, doña Hilaria. Tomo nota, claro que sí.
Ciertamente debió de tomar nota de lo advertido, Ya que en el camino de vuelta hasta la casa, se dirigió a sus parientes, para dejar claras sus intenciones:
-Si mi abuelo hubiera vivido para verlo, nos hubiéramos empeñado en el intento del palacete, pero en este viaje, pretendo, sobre todo, abrazarles a ustedes y saludar a los amigos y vecinos más cercanos para afianzar nuestros lazos. Vos tenés abierta nuestra casa en Buenos Aires.
>Una de estas tardes, pienso saludar a su eterno amigo Nazario Porres, compañero de fatigas en su aventura americana que, a buen seguro, tendrá muchas cosas que contarme.
                                                       IV
El interés del retornado por saber más sobre las cosas de La Villa y su familia española, se agrandaba por momentos, y no faltaba anciano del lugar, que no se prestara a darle la mucha o poca información que guardara de su convivencia, en  el recuerdo de más de cincuenta años atrás, pero él estaba ansioso por escuchar de viva voz al casi centenario Nazario Porres, sabiendo de la cercanía tan intensa que habían compartido tanto en España como en Argentina:
-Que hacés vos don Nazario –le saludó desde el exterior de la media puerta de su casa del Barrio Alto.
-Qué bueno, Silvestrito. Ansioso estaba por verte, entra y dame un abrazo. Barbián.
Pasaron a la cocina para sentarse en ambos taburetes, y allí acodados sobre una mesa sencilla y desgastada, fue vaciando el anfitrión una jarra de barro colmada de un vino flojo y peleón, que, de sobra,  serviría para brindar por el encuentro.
Frente a frente quedaron el joven y el anciano y observando Silvestrito con detalle, pudo ver a un hombre desgastado por la edad, pero con un halo de felicidad  en el rostro y esa serenidad casi infantil en la mirada, que la vida suele devolver a los viejos centenarios, por un efecto puramente regresivo hacia la nacencia. Su perfil sonriente y su tez enrojecida y curtida por el viento y el sol de la sierra, acentuaba la blancura de aquella calvorota, que, a todas luces, debía de estar casi siempre a cubierto de la intemperie, por una boina que no paraba de manosear mientras hablaba. Sus manos eran dos pergaminos escritos con la historia de su vida: cubiertas de surcos en el dorso y pequeños riscos dislocados en los dedos, bailaban al compás de una tembladera incontrolada, que le  impedía acercarse el vaso de vino a la boca; un vino que le ayudaría a desahogar el recuerdo emocionado de las vivencias de su difunto amigo Silvestre Bartolomé:
-Orgulloso tienes que estar de tu abuelo, Silvestrito. Te lo dice Nazario Porres, que para eso nos criamos puerta con puerta y compartimos el hambre y el pan, luego, cuando mozos, seguimos juntos buscándonos la vida y nos ajustábamos para cualquier trabajo que hubiera en el Pueblo, ya fuera de albañiles, en el monte o en las fábricas, y así alcanzamos fama de formales y trabajadores, hasta el punto que, el mismísimo cura párroco nos contrató en varias ocasiones y se encargó también de rebautizarnos con el cómico-venerable apodo de San Cosme y San Damián.
>Cuando entró Silvestre en amoríos con tu abuela, ya sabía que iba a ser para toda la vida, ella siempre fue su apoyo y su guía y le dio cinco hijos que crió con toda la fuerza de su instinto maternal, en un tiempo muy feliz y próspero en que no faltaba el trabajo y la despensa estaba bien colmada. Fue un par de años después de que su hijo menor cumpliera dos años y ocho el mayor, cuando empezaron a fracasar las cosas en el Pueblo; las fábricas, los batanes y el tinte perdieron su apogeo y disminuyó la mano de obra sin remedio, provocando una desbandada de emigrantes que se fueron a hacer las Américas.
>Tu abuelo se mataba con la razón para sacar adelante a su prole, mientras tu abuelita, que es una guisandora muy apañada, cocinaba gloria bendita con almortas, chanfainas y otras yerbas, y hacía un exquisito dulce de membrillo, que luego trajinaba en la carnicería o el colmao para seguir proveyendo la despensa.
-¡Ah! La viejita Amelia, ella ha sido, sin duda, la precursora de CONSERVAS LA ESPAÑOLA, nuestra industria en Argentina que, aunque no deja de ser un negocio familiar, cuenta con tres delegaciones en el país y más de cuarenta puestos de trabajo.
-Cuánto me alegro, muchacho. Todo se lo merecen ustedes, después de las fatigas que pasamos aquí; aún me parece que le estoy viendo, de madrugada, bajando cabizbajo desde el camposanto con una pala y un azadón al hombro… yo sabía que tenía muy enfermo a su primer hijo y me había ofrecido para cualquier menester, pero se le murió aquella noche y él mismo se fue a cavar la fosa sin mediar palabra con nadie. Nosotros habíamos hecho en ocasiones esa labor, por encargo del párroco, pero enterrar a un hijo con sus propias manos, es muy doloroso.
-Qué pérdida más grande. Era el mayor de los hermanos, y mis abuelos le han recordado siempre con mucha tristeza.
-Fue lo único que me encargó cuando me vine de Buenos Aires hace más de treinta años: “Te agradecería que me cuidases la tumba de mi niño Francisquín” Me confió ahogando un quejido.
>Nunca he faltado a la cita y espero subir este año también, para podar el rosal que planté entonces y que sigue dando flores nuevas cada primavera. Es una tumba inconfundible por lo sencilla, está siluetada con una hilera de piedras redondas pintadas de blanco, que marcan el territorio y una cruz tumbada en el centro del suelo con otras más blancas todavía.
-Qué bueno que te acordás viejo. Mi familia y yo se lo agradecemos sinceramente. Cualquier mañana, antes del paseo, tomaré el camino del cementerio para visitar a mis familiares difuntos.
-Cuando regreses a Buenos Aires, no olvides dar un abrazo muy fuerte a toda tu gente, yo les he echao mucho de menos durante todo este tiempo. La verdad que faltan muchos de aquellos que compartieron sus fatigas con nosotros, pero habrás notado que, lo que es el pueblo llano, te acoge con verdadero cariño y cercanía.
-Así es don Nazario, ustedes me lo demuestran cada día. Un abrazo fuerte:
                               Quisiera morir de viejo
                                y desgranar mi conciencia.
                                Que los hijos de mis hijos,
                                aprendan de mi experiencia.

                                               V                                       
Cuando salió Silvestrito de la casa no le cabía el corazón en el pecho y devanaba hilo a hilo las palabras del ilustre centenario, pensando que, a veces, la distancia, une más el corazón de los hombres que la  cercanía, sobre todo, cuando existe un ardiente deseo por reencontrarse.                                                                                         
Iba caminando hacia La Plaza cuando se topó con el letrero de la PELUQUERÍA FROILÁN, y sin pensarlo se adentró decidido a acicalarse. Era el local un cuchitril provinciano con un sillón corrido, un espejo y una silla de barbero que, en ese momento, ocupaba Aurelio El Rojo y otros dos paisanos más, que descansaban apoltronados a la espera.
Saludó el indiano y pidió la vez al peluquero, que le calculó  media hora, con lo que, prefirió esperar a su turno junto al resto de la clientela:
-A ver, Joaquín. Hacerle un hueco en el sillón a este muchacho –ordenó Froilán autoritario-, que habrá sitio para todos. ¿No?   
Arrastró el trasero una cuarta el aludido, desplazando a don Gervasio y se colocaron los tres en el sillón, acomodados y predispuestos para una charla descaradamente indagatoria aunque amigable:
-¿Para largo van a ser las vacaciones todavía? –le preguntó El Froilán, sin descuidar el peine y las tijeras.
-Poco queda ya para la vuelta. Me espera el laburo en Buenos Aires; no conviene hacer el pendejo y descuidar los negocios por más tiempo.
-Toma nota, Gervasio –siguió hilando la hebra el peluquero-. El nieto de “tu amigo” Silvestre Bartolomé… industrial acaudalado en Buenos Aires.
-Ya me alegro Silvestrito. Tu abuelo tuvo que salir del Pueblo con una mano delante y otra detrás; aquí no había más que miseria y trabajo mal pagao, además de envidia y mala fe.
-Qué Pueblo tan jodido, la verdad –apostilló el indiano.
-¡Ay chiguito! Razón llevas  –intervino Joaquín en el asunto-. Fue a resultas de una denuncia que le puso El Santurrón, por apalear un membrillero con el que proveía a tu abuela para hacer el dulce aquel tan exquisito, y no encontrando en el cuartelillo de la Guarda Civil, condena aparente para el caso, le castigaron a desfilar, cerrando la procesión de las Fiestas de Gracias, cargado con un coloño lleno de membrillos.
>Aquel escarnio vejatorio, que tanto divirtió a los caciques del Pueblo, colmó el vaso de la ira de tu abuelo Silvestre, que decidió renegar y alejarse de nuestro país. Yo me alegro por él, que al día de hoy,  le han reconocido sus méritos en toda la Argentina.
-Ahora comprendo muchas cosas, y ¿qué fue del Santurrón aquel?
-No tengo ni idea –intervino Aurelio El Rojo-, pero el membrillero en cuestión no era de ninguno de los dos. Lo que ocurrió es que El Santurrón agitaba las ramas, para que cayeran al suelo los membrillos y se los comiera al día siguiente la única vaca lechera que tenía, y Silvestre madrugaba y los recogía para que tu abuela hiciera aquel dulce, que procuraba vender para mejorar su economía doméstica.
>Contaban del Santurrón que, también intentó viajar a Buenos Aires, pero lo cierto es que algunos le vieron, poco después, por las calles de la capital, camuflado de ermitaño, mendigando con cruces, estampas y medallas. Hace ya muchos años que apareció muerto en un portal y nunca más se supo.
-Ya estoy suspirando por regresar a Buenos Aires y besar a mis papás y a mi viejita Amelia. Aquí no se nos  ha perdido nada.
-Pues no se te olvide despedirte del párroco… –le advirtió Froilán imperativo- yo sé que tiene interés en conocerte y va diciendo por ahí que, todavía no se te ha visto el pelo por la iglesia.
-Entonces le puede usted decir al señor cura, que olvide la macana, que tampoco yo le veo a él por los boliches, así es que… estamos iguales. Hasta siempre, nos seguimos viendo, que el mundo es muy grande y muy chico.