QUE LO MATE EL CANO
El verano aquel del año cincuenta y cinco nos enviaron a mi
hermana y a mà a veranear a Pradoluengo, once años tenÃa yo, ocho mi hermana y
era la casa familiar un edificio enorme donde convivÃamos con cuatro tÃas
paternas: dos monjas teresianas, una maestra y la madre de mi primo el cura,
asà que el tufillo aquel a rancio abolengo cristiano, persistÃa allà en estado
puro.
Los amigos que me habÃan buscado mis tÃas en el pueblo, no eran
para nada de mi gusto, pues ellas habÃan elegido para mà a los hijos de lo más
pulido y bien situado de la sociedad praulenguina, pero yo me decidà por la
prole de los tejedores, vaqueros y hortelanos, de tal forma que escapaba a
diario con mi amigo Paco Merino, que era hijo del lechero y me subÃa con él a
la grupa del caballo para recorrer el monte apacentando la vacada con la ayuda
de un mastÃn y una perra galga. Con él descubrà muchos de los secretos de la
naturaleza y aprendà a amarla.
Me llevó de la mano hasta
el nido de la perdiz y la cama de la liebre, a la cueva del conejo y del tasugo
y a las piedras de la tapia donde habitan el lagarto, la vÃbora y el alacrán;
me enseñó a distinguir a la golondrina del vencejo, la calandria de la
codorniz, el grajo de la urraca y las bandadas de los pardillos de las de los
goloritos; me invitó a paladear las achitablas y los arganzones, los oves, las
anavias y las frambuesas de los espinos. También yo le ayudé a recoger
helechos, piñas secas, escobas y biércoles que atábamos a la jalma del caballo
para arrimarlos a la lecherÃa, y aunque nunca me permitió ordeñar las vacas,
llegué a memorizar los nombres de todas las que ocupaban el establo: La
Duquesa, La Mora, La Tremendita, La Reina, La Sacristana, La Pasionaria… y asÃ
hasta la docena.
Con El Nisio y El Bartolo me juntaba en BarrÃa todas las tardes
para ver cómo recomponÃan la plaza de toros de madera aquellos dos hermanos de
la serrerÃa, Los Panchos, dos fornidos carpinteros a los que ayudábamos a mover
tablones y a acercarles las herramientas… a base de azuela, serrucho y martillo
le iban dando forma a aquel tinglado taurino en donde proveÃamos espacio
camuflado para colarnos a los toros durante las corridas de La Virgen y San
Roque.
Aquellos dos hermanos tenÃan el compromiso de fabricar un graderÃo
que aguantara el gentÃo acostumbrado en
la placita aquella, y asà luciera un tanto más la grada presidencial, que
protegÃan del sol con un artilugio de palos mayores y grandes piezas de
arpillera que hincharÃa el aire cual velero en tierra; ponÃan también especial
cuidado en reforzar las corraletas para que no las forzara ni saltara toro
alguno.
Nos referÃan nuestros amigos, los hermanos carpinteros, que años
atrás hubo uno que abrió las corraletas y se paseó por todo el Pueblo sembrando
el pánico, pero acosado por los caballistas del lugar lo volvieron a encerrar
nuevamente en la plaza. Se hizo famoso el bicho aquel por su habilidad
escapatoria, pues volvió a desaparecer al dÃa siguiente y comprobaron que, con
su sabidurÃa animal y su hocico, habÃa abierto la cerradura de la talanquera
para campar, una vez más, a su albedrÃo por el pueblo. Visto el peligro del morlaco y de orden del señor alcalde fue
ejecutado a tiros por el benemérito cuerpo y pasó asà a la historia taurina del
Pueblo con el bien ganado sobrenombre de “El Toro Sabio”.
HacÃamos también nuestras correrÃas para chozpar y armarla por los
pinares, las manzaneras y algún nidal de gallinas que saqueábamos para engullir
al menos un huevo cada uno. De aquellas delicias se encargaba El Nisio que
metÃa los huevos recién puestos en el
cuezo donde se engordaba el cochino y con el agua hirviendo, amasaba el pienso
revuelto con las mondas de las patatas y otros desechos de verdura para
terminar, de esta guisa, pasados por agua.
El dÃa diez y seis de agosto de aquel año fuimos testigos de uno
de los sucesos más célebre de La Villa ocurrido en la toreada del dÃa de San
Roque; fue en la última vaquilla de la tarde que, invadido por el miedo, se
atrincheró detrás del burladero el único espada de la terna que quedaba ileso,
con lo cual campaba el burel a sus anchas por el ruedo sin que nadie se
dispusiera a estoquearlo y comenzó el público entonces a hostigarle y soltar
improperios… nadie se arrancaba e incitaron también a la máxima autoridad, “Que
la mate la Guardia Civil” gritaban furibundos los aficionados, cuando apareció
en el ruedo, sombrero en mano, el verdadero protagonista de esta historia, don
Jesús Bacigalupe, “El Cano”, un empleado municipal de oficios varios, que a la
sazón cubrÃa el puesto de mulillero de arrastre y que, todo corazón, caminaba
decidido a apuntillarla; al verle el respetable, siguieron gritando a coro:
-Que lo mate El Cano, que lo mate El Cano, que lo mate El Cano,
repetÃan incesantes sus pisanos.
Enardecido, resuelto y empuñando la puntilla, se plantó El Cano en
la cara de la fiera y humillándola con el vaivén de su sombrero, la fijó y
asestó tan tremendo puntillazo, que, muerta ya, dio con los hocicos en el
suelo.
El público acalorado, bien bebido y exultante, aplaudió al diestro
serrano que, saludando desde el centro del albero, recibió las felicitaciones
de amigos y autoridades.
Corrió la noticia por el Pueblo y no paró El Cano de recoger los
agasajos y parabienes por la gesta taurina; tan solo su esposa estuvo puntual
para abroncarle:
-Pero cómo se te ocurre saltar a la chota -le dijo iracunda-, se
te ha olvidao que tienes cinco hijos o qué. Nos podÃas haber dao un buen
disgusto, majo… gracias a Dios que, por esta vez, te has ido con la vareta en
el culo.
-De chota nada –le respondió muy digno El Cano-. Que ha pesao la
canal más de doscientos kilos… y con dos pitones.
Debió de ser al año siguiente cuando se estrenó en el Pueblo el
ahora ya famoso pasodoble, inspirado en aquel suceso y compuesto con la música
y letra de don Lázaro Loperena. Casi
sesenta años inalterables tiene que llevar sonando este cariñoso y alegre
pasodoble y no solo en los festejos taurinos, ya que lo lucen también como
animoso pasacalles, para feliz memoria y homenaje de aquel espontáneo y
valeroso novillero praulenguino, don Jesús Bacigalupe “El Cano” y del insigne
don Lázaro, por entonces, director de la banda municipal, a los que, sin duda,
tendrá Dios acogidos en ese otro barrio que todos, con el tiempo, esperamos
alcanzar.
Señores tengan presente,
soy el torero serrano
en las plazas y en los ruedos
me conocen por El Cano.
soy el torero serrano
en las plazas y en los ruedos
me conocen por El Cano.
El
público en pie
comienza a gritar
y por
todas partes
se oye este
cantar:
Que
lo mate El Cano…
Con
la puntilla en la mano
un
gran torero se siente
y el
público grita y dice:
Que
lo mate El Cano, valiente,
que
lo mate el diestro, serrano,
que
lo mate El Cano, con suerte…
Frente a este descriptivo y cariñoso cantable, corrÃa por el
pueblo otra versión anónima y satÃrica que zaherÃa a El Cano y su bien ganada
fama de aguerrido maestro de las artes taurinas,
que ha caÃdo por sà solo en el olvido,
acaso por aquello de que nunca segundas partes fueron buenas.
De mi libro Te
acuerdas de cuando entonces
Amazón libros:
Paco Arana
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