martes, 15 de septiembre de 2015

TOROS EN PRADOLUENGO

    
                         

                                          QUE LO MATE EL CANO


                         


El verano aquel del año cincuenta y cinco nos enviaron a mi hermana y a mí a veranear a Pradoluengo, once años tenía yo, ocho mi hermana y era la casa familiar un edificio enorme donde convivíamos con cuatro tías paternas: dos monjas teresianas, una maestra y la madre de mi primo el cura, así que el tufillo aquel a rancio abolengo cristiano, persistía allí en estado puro.

Los amigos que me habían buscado mis tías en el pueblo, no eran para nada de mi gusto, pues ellas habían elegido para mí a los hijos de lo más pulido y bien situado de la sociedad praulenguina, pero yo me decidí por la prole de los tejedores, vaqueros y hortelanos, de tal forma que escapaba a diario con mi amigo Paco Merino, que era hijo del lechero y me subía con él a la grupa del caballo para recorrer el monte apacentando la vacada con la ayuda de un mastín y una perra galga. Con él descubrí muchos de los secretos de la naturaleza y aprendí a amarla.

 Me llevó de la mano hasta el nido de la perdiz y la cama de la liebre, a la cueva del conejo y del tasugo y a las piedras de la tapia donde habitan el lagarto, la víbora y el alacrán; me enseñó a distinguir a la golondrina del vencejo, la calandria de la codorniz, el grajo de la urraca y las bandadas de los pardillos de las de los goloritos; me invitó a paladear las achitablas y los arganzones, los oves, las anavias y las frambuesas de los espinos. También yo le ayudé a recoger helechos, piñas secas, escobas y biércoles que atábamos a la jalma del caballo para arrimarlos a la lechería, y aunque nunca me permitió ordeñar las vacas, llegué a memorizar los nombres de todas las que ocupaban el establo: La Duquesa, La Mora, La Tremendita, La Reina, La Sacristana, La Pasionaria… y así hasta la docena.

Con El Nisio y El Bartolo me juntaba en Barría todas las tardes para ver cómo recomponían la plaza de toros de madera aquellos dos hermanos de la serrería, Los Panchos, dos fornidos carpinteros a los que ayudábamos a mover tablones y a acercarles las herramientas… a base de azuela, serrucho y martillo le iban dando forma a aquel tinglado taurino en donde proveíamos espacio camuflado para colarnos a los toros durante las corridas de La Virgen y San Roque.

Aquellos dos hermanos tenían el compromiso de fabricar un graderío que  aguantara el gentío acostumbrado en la placita aquella, y así luciera un tanto más la grada presidencial, que protegían del sol con un artilugio de palos mayores y grandes piezas de arpillera que hincharía el aire cual velero en tierra; ponían también especial cuidado en reforzar las corraletas para que no las forzara ni saltara toro alguno.

Nos referían nuestros amigos, los hermanos carpinteros, que años atrás hubo uno que abrió las corraletas y se paseó por todo el Pueblo sembrando el pánico, pero acosado por los caballistas del lugar lo volvieron a encerrar nuevamente en la plaza. Se hizo famoso el bicho aquel por su habilidad escapatoria, pues volvió a desaparecer al día siguiente y comprobaron que, con su sabiduría animal y su hocico, había abierto la cerradura de la talanquera para campar, una vez más, a su albedrío por el pueblo. Visto el peligro  del morlaco y de orden del señor alcalde fue ejecutado a tiros por el benemérito cuerpo y pasó así a la historia taurina del Pueblo con el bien ganado sobrenombre de “El Toro Sabio”.

Hacíamos también nuestras correrías para chozpar y armarla por los pinares, las manzaneras y algún nidal de gallinas que saqueábamos para engullir al menos un huevo cada uno. De aquellas delicias se encargaba El Nisio que metía los  huevos recién puestos en el cuezo donde se engordaba el cochino y con el agua hirviendo, amasaba el pienso revuelto con las mondas de las patatas y otros desechos de verdura para terminar, de esta guisa, pasados por agua.

El día diez y seis de agosto de aquel año fuimos testigos de uno de los sucesos más célebre de La Villa ocurrido en la toreada del día de San Roque; fue en la última vaquilla de la tarde que, invadido por el miedo, se atrincheró detrás del burladero el único espada de la terna que quedaba ileso, con lo cual campaba el burel a sus anchas por el ruedo sin que nadie se dispusiera a estoquearlo y comenzó el público entonces a hostigarle y soltar improperios… nadie se arrancaba e incitaron también a la máxima autoridad, “Que la mate la Guardia Civil” gritaban furibundos los aficionados, cuando apareció en el ruedo, sombrero en mano, el verdadero protagonista de esta historia, don Jesús Bacigalupe, “El Cano”, un empleado municipal de oficios varios, que a la sazón cubría el puesto de mulillero de arrastre y que, todo corazón, caminaba decidido a apuntillarla; al verle el respetable, siguieron gritando a coro:

-Que lo mate El Cano, que lo mate El Cano, que lo mate El Cano, repetían incesantes sus pisanos.

Enardecido, resuelto y empuñando la puntilla, se plantó El Cano en la cara de la fiera y humillándola con el vaivén de su sombrero, la fijó y asestó tan tremendo puntillazo, que, muerta ya, dio con los hocicos en el suelo.

El público acalorado, bien bebido y exultante, aplaudió al diestro serrano que, saludando desde el centro del albero, recibió las felicitaciones de amigos y autoridades.

Corrió la noticia por el Pueblo y no paró El Cano de recoger los agasajos y parabienes por la gesta taurina; tan solo su esposa estuvo puntual para abroncarle:

-Pero cómo se te ocurre saltar a la chota -le dijo iracunda-, se te ha olvidao que tienes cinco hijos o qué. Nos podías haber dao un buen disgusto, majo… gracias a Dios que, por esta vez, te has ido con la vareta en el culo.

-De chota nada –le respondió muy digno El Cano-. Que ha pesao la canal más de doscientos kilos… y con dos pitones.    

Debió de ser al año siguiente cuando se estrenó en el Pueblo el ahora ya famoso pasodoble, inspirado en aquel suceso y compuesto con la música y letra  de don Lázaro Loperena. Casi sesenta años inalterables tiene que llevar sonando este cariñoso y alegre pasodoble y no solo en los festejos taurinos, ya que lo lucen también como animoso pasacalles, para feliz memoria y homenaje de aquel espontáneo y valeroso novillero praulenguino, don Jesús Bacigalupe “El Cano” y del insigne don Lázaro, por entonces, director de la banda municipal, a los que, sin duda, tendrá Dios acogidos en ese otro barrio que todos, con el tiempo, esperamos alcanzar. 

                             
                                          Señores tengan presente,
                                          soy el torero serrano
                                          en las plazas y en los ruedos
                                          me conocen por El Cano.

                                          El público en pie
                                          comienza a gritar
                                          y por todas partes
                                          se oye este cantar:
                                          Que lo mate El Cano…
                                          Con la puntilla en la mano
                                          un gran torero se siente
                                          y el público grita y dice:
                                          Que lo mate El Cano, valiente, 
                                          que lo mate el diestro, serrano,
                                          que lo mate El Cano, con suerte…

Frente a este descriptivo y cariñoso cantable, corría por el pueblo otra versión anónima y satírica que zahería a El Cano y su bien ganada fama de aguerrido maestro  de las artes taurinas, que ha caído por sí solo en el olvido,  acaso por aquello de que nunca segundas partes fueron buenas.

                              

                                 De mi libro Te acuerdas de cuando entonces

                                 Amazón libros: Paco Arana 
 

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