EL FANTASMA
DE PRADOLUENGO Paco
Arana
Saltó la alarma una
tarde de invierno en La Fonda La Adela, que jugaban
al subatao perrero el trío de pradolenguinos más célebre y ocurrente de todos
los tiempos: El Jodiola, El Chingao y El Atorrante se devanaban los sesos en
una partida de a peseta el tanto y fue Jodiola el que rompió el silencio
mientras repartía las cartas:
-¿Quién de
vosotros ha visto alguna noche lo que veo yo de vez en cuando en los chalets de
los indianos?
Se miraron los
dos compinches, viejos amigos retornados de la emigración americana y bautizados
ambos con los sobrenombres de Atorrante y Chingao, por utilizar ellos mismos
estos remoquetes para llamar a sus paisanos, y como suele ocurrir, que en el
pecado llevaran la penitencia, se quedaron de por vida con el apodo que tanto
habían prodigado a su vuelta a la patria chica; El Chingao lo trajo importado de
Méjico y El Atorrante de Argentina, ahora bien, El Jodiola, que no había
cruzado nunca el charco, exhibía su mote por méritos adquiridos como el albañil
más solicitado en las casas del pueblo, que al parecer reparó en su mayoría, aunque
alguna hubo que no la acertó. ¡Vaya! que la jodío… y de la jodió, Jodiola.
La callada por
respuesta obtuvo el tal Jodiola, y al rato:
-Pues sí
–insistió con su inquietante mirada de gallo peleador-, hay noches que se pasea
un fantasma por las casas de la Acera de los Ricos, va cubierto hasta los pies
con un camisón blanco y una luz que le parpadea por encima de la cabeza.
-¡Ay chiguito! -Replicó
El Atorrante con una sonora carcajada- Tú has visto eso en la última película del Cinema
Glorieta, te lo has creído y ahora vienes y nos lo cuentas. No nos jodas.
-No hay cojones
para ir a verle una noche –objetó provocativo El Jodiola.
-Y ¿Desde dónde
ves tú al fantasma ese relumbrao? –Preguntó El Chingao.
-Tienes que subir
a las ramblas callandito, te buscas un puesto en una linde del camino y desde
allí puedes ver las ventanas traseras de las casas principales. El fantasma se acomoda
a sus anchas en las que están deshabitadas… desde El Palacio hasta la ermita de
San Roque hay cinco por lo menos, que yo
sepa.
-Vaya, vaya, Jodiolita
–intervino de nuevo El Atorrante-, o sea que un fantasma… y ¿es macho o hembra?
Porque no es lo mismo. Digo yo.
-Los fantasmas
son hermafroditas. ¿No lo sabías? Tienen los dos sexos, o sea sé, lo mismo que
tú, que tienes el tuyo propio entre las piernas y un coño metido entre ceja y
ceja.
-No, si yo lo
decía por lo del camisón.
-Bueno, bueno. Vamos
a dejarlo –intervino El Chingao intentado aminorar el temporal que se avecinaba-.
¿Echamos la buena?
Echaron la buena
y otra más de la honrilla hasta las tantas, que salieron del Café para hacer la
ronda acostumbrada por el resto de los bares y tabernas del lugar, y así fueron
recorriendo: El Corea, La Chichurrina, La Pelillos, El Paralelo y El Fonti, con
el ánimo de pasar a limpio y discutir las últimas noticias acontecidas.
El Jodiola no
volvió a sacar el tema en toda la noche, pero ya estaba sembrada la cizaña y
fueron sus colegas los que indirectamente y sin previo aviso pregonaron la aterradora
revelación. Cuando llegaron al Café Oropesa, comenzaron El Atorrante y El
Chingao su cacareo y dirigiéndose al grupo más selecto del Pueblo, donde se
reunían, entre otros, industriales, alcalde, médico y boticario con el maestro y
cura párroco incluidos, y espetó El Chingao
provocando a la concurrencia:
-Mira que a
tiempo, ahora que están aquí las fuerzas vivas… los Premios Nobel de la Villa,
diría yo, nos podrían desvelar si es verdadero o falso que existan los fantasmas terrenales.
-Hechicerías,
Chingadito. Agüeros y hechicerías.- Le recriminó el cura párroco con encono.
-Estás faltando a los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia.
-Usted perdone,
señor cura –le replicó El Chingao-. Que no he sido yo, quien ha visto al
fantasma a altas horas de la noche, que ha sido El Jodiola, aquí presente.
-Bueno, bueno. Si
ha sido El Jodiola, no me extraña, lo que te faltaba amigo –le reconvino el
cura poniéndole una mano por encima del hombro-, desde luego estás en todas, no
te pierdes una.
-Va a ser que
estoy más pasao que don Quijote, señor cura -respondió reflexivo El Jodiola-. “Que me paso las noches de claro en claro, y
los días de turbio en turbio”, y voy a ser el único del Pueblo que ve al
fantasma.
-Ten cuidao con
eso, amigo –le aconsejó el boticario-, que muchos por menos están en el
manicomio.
Ya de retirada,
se despidieron a la puerta del Café, para recogerse cada uno de los mochuelos
nocturnos en su olivo correspondiente, y se le vio al Jodiola como huía de la
quema con paso ligero, mascando su inquietud por los acontecimientos y quizás arrepentido
de haber desvelado su secreto.
Se le había
metido el miedo en el cuerpo y aquella noche la pasó en un duermevela continuo
pensando qué actitud podía tomar, pues le asustaba la idea de verse en la Casa
de los Locos por algo que bien podría haber sido un sueño, y le iba a ocasionar
un problema grave si insistía en la
veracidad de los hechos, así que decidió tomar prudencia y negar la mayor
argumentado que todo había sido una broma.
Casi le sale cara la
broma al hombre, ya que, por un tiempo, comenzaron a llamarle El Fantasma,
aunque, por suerte, fue perdiendo protagonismo el nuevo apelativo, debido
también a la fuerza del auténtico Jodiola, que ya había hecho carta de naturaleza entre sus
paisanos y se mantendría en perpetuidad.
Pasaron meses,
semanas y días y aquello quedó en una anécdota simpática que recordaban
raramente sus colegas, pero seguía absorto el buen Jodiola en su devaneo
fantasmagórico, con un ardiente deseo de volver cualquier noche a las ramblas y
comprobar de nuevo si todo fue realmente un sueño o se estaba perdiendo la
oportunidad de un nuevo encuentro con aquella aparición tan inquietante.
Fue la noche del veintidós
de diciembre que pasó de refilón el premio gordo de la lotería nacional y estuvo
el Pueblo entero celebrando el “día de la salud” hasta pasada la media noche, recorriendo
los cafés, bares y chiringuitos, así que esperó El Jodiola a que sonaran las
dos de la madrugada del reloj de la torre, para salir otra vez de su casa envuelto
en su gabán de paño negro, su embozo de bufanda gris, y cubierto hasta los ojos
con una boina pradolenguina, aceleró el paso para cruzar con premura La
Glorieta y buscó los vericuetos más insospechados para rodear las traseras de
la iglesia y caminar subiendo hacia las ramblas.
Dentro de su
envoltura invernal, le invadía un temor expectante y emocionado que se le fue
aliviando con el silencio y la quietud
de la noche; llegado a lo alto de las ramblas, comprobó desde allí que el tibio
encendido municipal se limitaba a la Plaza Mayor, la Glorieta y la Acera de los
Ricos, aunque alguna casa dispersa, enviaba también su luz a través de las
ventanas con una inquieta bombilla de escaso filamento que envolvían el paisaje
en un halo de terror y de misterio.
Ante ambiente tan
sobrecogedor sentenció El Jodiola aquella frase tan bien traída, que, con el
tiempo, se haría popular en el Pueblo. Dijo para sí: “!Ahí va La Virgen! ¡Qué días paren la noches!”.
En estas estaba
cuando creyó ver aquella camisola inmaculada, que caminaba lentamente por los
alrededores de la tapia del cementerio, con la tenue luz de su sombrero
imaginario. Para nada se asustó, es más, un alborozo le llenó el cuerpo de
alegría al saber que seguía él en sus
cabales, muy a pesar de las consideraciones de sus colegas y las advertencias
de otras personalidades locales.
Intentó seguir
sus movimientos, pero desaparecía a ratos, hasta que pasados diez minutos
interminables, lo volvió a localizar en el interior de la casa-palacio de don
Bruno Zaldo, ilustre banquero y político notable, que, en su día, favoreció
generosamente a Pradoluengo donde dejó grata e imborrable memoria.
Se movía con
soltura por las habitaciones y la cocina e irradiaba su luz por las ventanas;
El Jodiola lo estuvo observado por un rato desde el cerro y pudo ver cómo, acomodado
en un sillón, ojeaba un libro de gran tamaño.
Cesó la aparición
y cuando retornaba precipitado el camino hacia su casa, le abordó el fantasma
y, con una voz grave y entubada, le habló de esta manera:
-Buenas noches,
Jodiola. Ya sabía yo que ibas a volver por estos andurriales.
-Buenas noches,
don Bruno. ¡Cuánto honor!…
-Yo no soy don
Bruno, buen amigo, tan solo un servidor de aquellos indianos ricachones que habitaron
este Pueblo; también viajé en mi juventud a la otra orilla, pero se me “cayó la
maleta al mar” a mi regreso, y no tuve más remedio que ejercer de yunque,
cuando había sido martillo en Buenos Aires, y ponerme a lo que quisieran mandarme
aquellos indianos venturosos.
-Y ¿Cuál es su
linaje? Caballero.
-Se hundió todo
en la mar con mi equipaje, así es que si te sirve con Roque a secas, para entendernos…
podríamos llegar a ser buenos amigos. Yo aparezco por aquí al compás de la luna
llena y visito las casas de La Acera de los Ricos, que, por cierto, alguna hay
en el ocaso más absoluto; ya te iré contando lo que encuentro.
-Adiós Jodiola.
Buenas noches.
-Hasta el mes que
viene don Roque. Nos estamos viendo.
Tornaba El
Jodiola tranquilamente hacia su casa, intentando analizar las breves palabras
del fantasma, que a él se le antojaban llenas de un resentimiento, guardado en
su alma desde antiguo y, que ahora le ofrecía su amistad, mayormente, para desahogar sus reconcomios.
Su amigo Roque
podría estar cargado de razones para alimentar esos pensamientos y él estaba
dispuesto a escucharle y de paso conocer al detalle aquella fantástica historia.
La pena no poder desvelar el secreto, ya que lo había desmentido en su momento,
por temor al manicomio y prefirió seguir guardando silencio.
Después de
aquella aparición y con la información que le había anticipado Roque, paseó El
Jodiola aquella tarde por La Acera de los Ricos, observando con detalle el
estado de las casas. Efectivamente fueron siete las que contó como
deshabitadas, así que subió al camino de las ramblas y desde allí comprobó el
deterioro, sobre todo en la madera de las ventanas y balcones y en las cortinas
ajadas por el sol y la desidia.
El prestigioso palacio
que fuera en un principio de don Melitón Martínez, arzobispo de Manila y
posteriormente de don Mariano Rivera, indiano potentado de Méjico, que lo
decoró con lo más distinguido del mobiliario colonial, teniendo a su servicio
un séquito de niñeras ataviadas de cofia y mandil, cocinera, mayordomo y jardinero
de oficios varios, llegada la temida decadencia, lo ocupaban ahora una anciana
casi centenaria y su hija, enferma espiritual, sin más servicio ni atenciones
que las que les prestara alguna vecina caritativa.
No podía
disimular El Jodiola su estado de ansiedad e intervino su mujer en el asunto:
-Ya me dirás que
te ocurre de tan embebecido como estás. ¡Anda majo! Que hasta el apetito has
perdido y, como sigas así, te vas a quedar en los huesos.
-No tengas
cuidao, mujer. Que ya irá saliendo el trabajo, siempre ha sido igual, a veces
aprieta y a veces afloja. ¡Ay! Pobre obrero… que el sol le quema y la sombra le
jode.
En la partida al
subastao perrero que seguía celebrando casi a diario con sus colegas, también
le acosaron a destiempo:
-A ver, Jodiolita,
majo –le advirtió El Chingao. Que no estás en la que celebras y estamos
perdiendo las mejores bazas. Márcame los ases que yo no soy tan adivino como
tú.
-Es que –apuntó
El Atorrante-, aquí el amigo, juega al estilo Garganchón y no hay quien le
siga.
-Qué sabrás tú de
Garganchón –dijo El Jodiola-, si allí juegan a lo valiente, y esto nuestro es pan
y cebolla… hasta medio pajar he visto yo jugarse al póquer en la tasca de ese
pueblo, y a ver quién es el notario que escritura luego eso. Hubo un tratante
de puercos que perdió al julepe el carro, la mula y la mujer, y no se cumplió
el trato al completo, porque llegó a oídos de ella la noticia y puso tierra por
medio huyendo a la desesperada.
Distraía la terna
aquella el duro invierno pradolenguino con tertulias tabernarias, partidas de
mus y subastao, chanzas, Cinema dominguero, noticias y predicciones, pero El Jodiola
estaba en un sin vivir, contando impaciente los días para su nuevo encuentro
con Roque.
Comoquiera que no
podía compartir con nadie su extraordinaria aventura, después de una noche de devaneos
y tribulaciones, decidió confiar su secreto a la “Curandera de Barría” que
seguro tendría algún remedio para sus dolencias. Era La Quica una mujer ya
setentona y siniestra, que había consumido el oropel de su aquella primavera
exuberante y seductora, y actualmente apañaba el condumio diario con exceso,
gracias a sus dotes de sanadora, que, aún siendo su fama estrecha y clandestina,
habían trascendido por toda la Sierra de la Demanda.
A resultas de las
curaciones que La Quica había obrado en él, pretendía ahora algún remedio que
le alejara la angustia producida por sus visiones nocturnas. La fue recordando el
buen Jodiola las veces que le había acertado con sus cataplasmas y conjuros,
librándole de migrañas, diarreas y otros males; y así fue que le estuvo
prestando atención la sanadora, hasta que la relató su aterradora aventura con
el fantasma, y no pudo por menos que santiguarse y mirar al techo, para
decirle:
-¡Ay! Jodiolita,
majo. Para eso tuyo y para el mal de amores, yo no tengo remedio alguno.
Tendrás que viajar a la capital para que te vea la sacerdotisa y te eche las
cartas. Te vendrá bien.
No lo pensó El
Jodiola y viajó a la mañana siguiente en el correo de Burgos, para personarse
en la dirección que le había proporcionado la curandera:
DOÑA MATILDE
MURIEL “LA GOYITA”
CALLE
CABESTREROS, 13 – 2º A ”ARRABAL DE SAN
ESTEBAN”
BURGOS
Golpeó la aldaba
El Jodiola hasta tres veces y le abrió la puerta una mujer exuberante y emperifollada
con una bata roja de satén hasta los pies, un turbante color marfil y unos ojos
verde-gris, que, perfilados de rímel negro, mostraban un cerco enigmático y
tentador.
-Pasa amigo-, le
indicó La Goyita, y anduvo tras ella por un pasillo estirado y lúgubre, hasta
llegar a un cuarto que tenía una cortina roja por acceso y estaba amueblado con
una mesa camilla y dos sillas, todo ello, bajo una lámpara pintada de azul flotante.
Se sentaron
frente a frente y fue la dama poniendo las cartas boca arriba al tiempo que
hacía comentarios en función del palo o la figura levantada:
-Veo buenos y
adinerados amigos en tu entorno, veo un viaje temprano para algún negocio
importante, tu ambiente familiar es impecable, consérvalo como hasta ahora-. Cuando levantó La Gollita el as de oros, la dijo: -Debieras
tentar a la suerte y comprar lotería, estás en racha.
>Hay en tu
vida un espíritu de ultratumba que quiere contactar contigo para una misión importante; te ha
elegido entre todos tus paisanos y no debes defraudarle, es un honor para ti y
no te hará daño alguno. No compartas con nadie el privilegio… hay mucha
envidia.
>Son veinticinco
pesetas.
La madrugada del veinticinco
de enero, había en las calles de Praloluengo un palmo de nieve y relucía la luna
con su pechera blanco-almidonada. Sintió recelo El Jodiola por la intensa luz,
posible delatora de sus andanzas, pero salió de casa decidido y armado de valor
a lucir sus huellas, su gabán de invierno y su boina, sin pensar en los
posibles comentarios del ladino personal, ya que estaba bien seguro de que,
nadie más que él, tenía el privilegio de la compañía y la amistad de Roque.
Cuando llegó a
las ramblas, tan solo una brisa ligera movía los zarzales salpicados de nieve y
allí, bajo un cielo intensamente azul, sintió El Jodiola nuevamente aquella voz
grave y entubada, que se asemejaba al canto gregoriano y sonaba así:
¿Dónde se quedó mi
hacienda?
Sin prenda.
Y ¿Qué fue de mis
amigos?
Olvido.
Y ¿Qué ocurrió con mi
amada?
Preñada.
Mi aventura despiadada
en constante desatino,
me devolvió a este
destino
sin prenda, olvido y
preñada.
Con el sonsonete de la
última cuarteta apareció Roque, envuelto en su atuendo y su luz espectral, entonando
el cántico en el camino, hasta que, llegado a su altura, saludó a su amigo cordialmente:
-Qué hermosa noche,
Jodiola. Y qué alegría encontrarnos de nuevo.
-Buenas noches, Roque:
Qué música tan bonita para un cantable tan triste.
-Es la amarga realidad
de mi sueño americano. Salí muy joven de
aquí para probar fortuna en los negocios, de suerte que cuando había
alcanzado caudal y patrimonio sobrado, viajé de nuevo a España para encargar
una casa señorial en el pueblo de mi infancia y disfrutar de mi felicidad y la
de mi enamorada Mercedes.
>Medio año llevaba
en mi proyecto cuando recibí noticias de mi hermano menor, advirtiéndome de que
mi prometida se había dejado seducir por un italo-angentino, un Casanova que la
había embarazado huyendo después con lo más sustancioso de mi fortuna.
-Y ¿No volviste jamás
a Buenos Aires?
-Imposible soportar
tanta vergüenza. Me refugié en la patria chica, con el apoyo de familiares y
amigos, pero también me encontré con el menosprecio de alguno de mis paisanos que
me ofrecieron trabajos mal pagados y serviles que me hicieron comer el pan de
mano ajena.
>Vengo de visitar
el chalet que gobierna ahora Armando de Miguel… si levantara su suegro la
cabeza, con lo buen amigo mío que fue aquel hombre.
>A mí me socorrió
en algún tiempo y pena me ha dado ver cómo se está arruinando todo, el jardín y
la casa de los juegos lo han tenido que malvender para liquidar deudas, y ahora
lo disfruta y conserva El Requinto y su familia. O sea sé, que mal amo no
tiene.
>En la casa he
pasado un mal rato recorriendo las habitaciones, nada queda ya de aquella
opulencia y buen gusto. Así que…
-Bueno, Roque
–interrumpió EL Jodiola-. También es verdad que nada se destruye, a otras manos
pasarán, que bueno lo harán… anda que no habrá nuevos ricos en el Pueblo
deseosos de adquirir alguno de esos palacetes para devolverles su esplendor.
>Hay otras casas
más sencillas en La Acera que se mantienen firmes, son familias muy corrientes
y enraizadas, con sus luces y sus sombras… mucho apego al terruño y ninguna
añoranza, así es que a la hora de heredar tienen que resolver entre ellos litigios
interminables.
-No me hables de eso
Jodiola, que conozco muy bien el paño. La casa en pie y la familia deshecha. En
este Pueblo ha habido gente a la que les han apedreao la fachada, con eso te
digo bastante.
>Pero, bueno. Ahora
tenéis la ocasión para que os eche una mano el chiguito este de Corcuera, que
le acaban de nombrar ministro de la gobernación.
-Sí, sí, una mano; al
cuello, no te jode. Mira, Roque, aquí estamos todos muy orgullosos de tener un
paisano ministro, pero la verdad es que cuando viene por el Pueblo, da la
sensación de que lo hace tan solo para visitar el Bar de su amigo Manolito “El
Churro”, allí se instala con sus escoltas, papean tan a gusto y poco más.
>Mea muy alto el
ciudadano, y no me extraña. Fíjate que, siendo aprendiz de electricista, ha llegao a
ministro, con que si hubiera sido ingeniero... además, de hacer algo por el
Pueblo sería en el Barrio El Sol, que es donde él se ha criao.
-Pues nada, que con su
pan se lo coma; tú cuídate, Jodiola. El mes que viene nos vemos. Yo me recojo
en mis aposentos; a las afueras del cementerio tengo un huequecito, ya sabes,
mucha pena y poca gloria.
-Pues yo voy a ver
cómo encuentro a la parienta, qué a estas horas…
Cuando apareció El Jodiola
por la casa, le estaba esperando su mujer para montarle la pelotera:
-Pero… ¿Qué horas son
estas?
-Nada, maja. Que se ha
estirao la partida.
-Y ¿Cuándo no es
fiesta?
-La verdad, que me
podía haber quedao en casa, total para un subastao del chichinabo, que se
ventilan tres pesetas.
-Ya claro, y mañana te
doldrá todo el cuerpo. ¿Verdad?
-Esa es otra, mujer,
pero no te preocupes que todo se andará…
El día a día del Jodiola
transcurría faenando con masa, ladrillos y adobes por diferentes locales y
casas donde recomponía, añadía o escombraba, al gusto de sus moradores.
Estaba a la sazón remediando
los daños de una fuga de agua en casa de los Tarines, un noble edificio de dos
alturas y payo, decorado con las exquisiteces del momento y colindante con lo
que fuera palacio del arzobispo de Manila, cuándo reparó que hacía por lo menos
un par de veranos que no lucían los balones doraos de las balconadas y alguien había
colgado el letrero de “Se Vende”.
“Va a tener razón
Roque”. Pensó. “Esto no hay quién lo pare, el tiempo y las circunstancias van
haciendo estragos con los palacetes y sus
terratenientes”.
>A ver lo que me
cuenta él, que conoce los pormenores, pero ¡Qué amargura más grande la del
fantasma este! Vagando siempre por el Pueblo como un alma en pena”.
La noche del
veintiocho de febrero, acudió puntual El Jodiola a la linde de la rambla que
esta vez lucía varias filas de paños alargados de punta a punta, en tonos pardo
verdoso, rojo bermellón y azul marino.
Roque se apareció,
luminoso como siempre, entre el variopinto colorido de aquel decorado tan
singular, y comenzó su cántico con un mensaje, todavía más estremecedor que el de la noche de la luna
de enero. Con aquella espectacular puesta en escena y la melodía gregoriana de
siempre, aquello sonaba así:
¿Quién se burló de mi
honor?
Desamor.
Y ¿Quién me hundió en
la desgracia?
Falacia.
¿Qué me causó tanto
daño?
Engaño.
Pues así pasan los
años
de aquella vida
inmolada
a mi estancia
inanimada.
Desamor, falacia,
engaño.
-Buenas noches,
Roque-. Le saludó El Jodiola sin poder contener el llanto que le había
provocado el relato de sus desgracias.
-No te aflijas, buen
amigo. Ya sabes que, “cuando las cosas
salen bien, hasta la mujer te trae hijos de otro”. Cierto que los refranes
se hicieron para consolar a los desesperados, pero yo no aguanté la presión y
decidí quitarme la vida de un escopetazo. Ni siquiera lo pensé, fue un acto
reflejo. Creo yo.
-La verdad que yo
mismo no sé lo que hubiera hecho, Roque-. Le disculpó El Jodiola.
-A ti, Jodiola, te
sonríe la vida. Tienes un buen oficio, una familia encantadora y una bondad que
se te sale por los ojos. Así que, vive la vida sencillamente, que Dios te lo va
a premiar. Seguro.
>No entres en el
juego de las vanidades, ya ves que de un día para otro te cambia el destino y
te pone a la cola de los necesitados, como me pasó a mí. Lo realmente trágico en
mi caso, fue que nunca sabré si Dios me ha perdonado o no, porque los hombres…
sus representantes, me negaron la tierra santa y continúo en este sin vivir
irremediable.
>Tú tendrás que
vivir para ver como resurge de nuevo, llamémosla, La Acera de los Indianos y
quienes toman el relevo ahora que son todos un poquito menos ricos cada día. Yo
que todo lo perdí, no me atrevo a pronosticar nada, pero me gustaría que
floreciera como en los mejores tiempos y renacieran nuevos altruistas que socorran,
cuando menos, a los más pobres de este Pueblo.
-Pero esto no va a ser
una despedida ¿verdad? –Le suplicó El Jodiola- Yo seguiré subiendo a las ramblas
cuando se haga la luna llena.
-Está bien, Jodiola.
Yo estaré por allí con mi espíritu aunque no podamos vernos ni comentar las últimas
noticias pradolenguinas. Me retiro a mis cuarteles de invierno.
>Adiós. Vive y deja
vivir. –le aleccionó Roque mientras se desvanecía cantando:
¿Por qué soy un alma
en pena?
Condena
¿Por qué mi muerte
causé?
No sé.
¿Por qué no encuentro
sosiego?
Reniego.
Nunca me gustó este
juego
de no tener panteón.
Fantasma de condición.
¿Condena? No sé, reniego.
Intuyó El Jodiola, que
aquella despedida de su gran amigo Roque, era un viaje sin retorno y que además
le comprometía a reclamar la generosidad de sus paisanos para con los más
necesitados, así es que regresaba cabizbajo hacia su casa, pensando, que él, que aún no había logrado descubrir
el secreto de la filantropía, tendría ahora que descifrar, dónde estaba el
límite de la caridad bien entendida, que si es verdad que empieza por uno
mismo, siempre quedará menos para los demás… o, si realmente es mejor enseñar a
pescar, que regalar un pez… ¿Qué hacer entonces con el pescado que nos sobre? Y
si no es más feliz el que más tiene, si no el que menos necesita… ¿A qué tanta
felicidad para los que no precisan de nada?
Todas estas sentencias
y un rosario más de preguntas sin respuesta, se agitaban aquella noche en los
sueños del Jodiola, mientras el viejo mundo seguía girando con su mudanza interminable.
Cuando sonó el
despertador aquella mañana de febrero, apartó El Jodiola la cortinilla de su habitación,
para saludar al nuevo día y se encontró con una nevada purificadora que invadía
tejados, calles, plazas y arboleda y no pudo por menos que exclamar de nuevo:
¡Qué días paren las noches! ¡Ahí va La Virgen!
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