sábado, 7 de enero de 2017

EL FANTASMA DE PRADOLUENGO



                                   EL FANTASMA DE PRADOLUENGO            Paco Arana
                                                              


Saltó la alarma una tarde de invierno en La Fonda La Adela, que  jugaban al subatao perrero el trío de pradolenguinos más célebre y ocurrente de todos los tiempos: El Jodiola, El Chingao y El Atorrante se devanaban los sesos en una partida de a peseta el tanto y fue Jodiola el que rompió el silencio mientras repartía las cartas:
-¿Quién de vosotros ha visto alguna noche lo que veo yo de vez en cuando en los chalets de los indianos?
Se miraron los dos compinches, viejos amigos retornados de la emigración americana y bautizados ambos con los sobrenombres de Atorrante y Chingao, por utilizar ellos mismos estos remoquetes para llamar a sus paisanos, y como suele ocurrir, que en el pecado llevaran la penitencia, se quedaron de por vida con el apodo que tanto habían prodigado a su vuelta a la patria chica; El Chingao lo trajo importado de Méjico y El Atorrante de Argentina, ahora bien, El Jodiola, que no había cruzado nunca el charco, exhibía su mote por méritos adquiridos como el albañil más solicitado en las casas del pueblo, que al parecer reparó en su mayoría, aunque alguna hubo que no la acertó. ¡Vaya! que la jodío… y de la jodió, Jodiola. 
La callada por respuesta obtuvo el tal Jodiola, y al rato:
-Pues sí –insistió con su inquietante mirada de gallo peleador-, hay noches que se pasea un fantasma por las casas de la Acera de los Ricos, va cubierto hasta los pies con un camisón blanco y una luz que le parpadea por encima de la cabeza.
-¡Ay chiguito! -Replicó El Atorrante con una sonora carcajada- Tú has  visto eso en la última película del Cinema Glorieta, te lo has creído y ahora vienes y nos lo cuentas. No nos jodas.
-No hay cojones para ir a verle una noche –objetó provocativo El Jodiola.
-Y ¿Desde dónde ves tú al fantasma ese relumbrao? –Preguntó El Chingao.
-Tienes que subir a las ramblas callandito, te buscas un puesto en una linde del camino y desde allí puedes ver las ventanas traseras de las casas principales. El fantasma se acomoda a sus anchas en las que están deshabitadas… desde El Palacio hasta la ermita de San Roque hay cinco  por lo menos, que yo sepa.
-Vaya, vaya, Jodiolita –intervino de nuevo El Atorrante-, o sea que un fantasma… y ¿es macho o hembra? Porque no es lo mismo. Digo yo.
-Los fantasmas son hermafroditas. ¿No lo sabías? Tienen los dos sexos, o sea sé, lo mismo que tú, que tienes el tuyo propio entre las piernas y un coño metido entre ceja y ceja.
-No, si yo lo decía por lo del camisón.
-Bueno, bueno. Vamos a dejarlo –intervino El Chingao intentado aminorar el temporal que se avecinaba-. ¿Echamos la buena?
Echaron la buena y otra más de la honrilla hasta las tantas, que salieron del Café para hacer la ronda acostumbrada por el resto de los bares y tabernas del lugar, y así fueron recorriendo: El Corea, La Chichurrina, La Pelillos, El Paralelo y El Fonti, con el ánimo de pasar a limpio y discutir las últimas noticias acontecidas.    
El Jodiola no volvió a sacar el tema en toda la noche, pero ya estaba sembrada la cizaña y fueron sus colegas los que indirectamente y sin previo aviso pregonaron la aterradora revelación. Cuando llegaron al Café Oropesa, comenzaron El Atorrante y El Chingao su cacareo y dirigiéndose al grupo más selecto del Pueblo, donde se reunían, entre otros, industriales, alcalde, médico y boticario con el maestro y cura párroco incluidos, y espetó El Chingao provocando a la concurrencia:  
-Mira que a tiempo, ahora que están aquí las fuerzas vivas… los Premios Nobel de la Villa, diría yo, nos podrían desvelar si es verdadero o falso  que existan los fantasmas terrenales.
-Hechicerías, Chingadito. Agüeros y hechicerías.- Le recriminó el cura párroco con encono. -Estás faltando a los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia.
-Usted perdone, señor cura –le replicó El Chingao-. Que no he sido yo, quien ha visto al fantasma a altas horas de la noche, que ha sido El Jodiola, aquí presente.
-Bueno, bueno. Si ha sido El Jodiola, no me extraña, lo que te faltaba amigo –le reconvino el cura poniéndole una mano por encima del hombro-, desde luego estás en todas, no te pierdes una.
-Va a ser que estoy más pasao que don Quijote, señor cura -respondió reflexivo El Jodiola-. “Que me paso las noches de claro en claro, y los días de turbio en turbio”, y voy a ser el único del Pueblo que ve al fantasma.
-Ten cuidao con eso, amigo –le aconsejó el boticario-, que muchos por menos están en el manicomio.
Ya de retirada, se despidieron a la puerta del Café, para recogerse cada uno de los mochuelos nocturnos en su olivo correspondiente, y se le vio al Jodiola como huía de la quema con paso ligero, mascando su inquietud por los acontecimientos y quizás arrepentido de haber desvelado su secreto.
Se le había metido el miedo en el cuerpo y aquella noche la pasó en un duermevela continuo pensando qué actitud podía tomar, pues le asustaba la idea de verse en la Casa de los Locos por algo que bien podría haber sido un sueño, y le iba a ocasionar  un problema grave si insistía en la veracidad de los hechos, así que decidió tomar prudencia y negar la mayor argumentado que todo había sido una broma.
            Casi le sale cara la broma al hombre, ya que, por un tiempo, comenzaron a llamarle El Fantasma, aunque, por suerte, fue perdiendo protagonismo el nuevo apelativo, debido también a la fuerza del auténtico Jodiola, que ya  había hecho carta de naturaleza entre sus paisanos y se mantendría en perpetuidad. 
 Pasaron meses, semanas y días y aquello quedó en una anécdota simpática que recordaban raramente sus colegas, pero seguía absorto el buen Jodiola en su devaneo fantasmagórico, con un ardiente deseo de volver cualquier noche a las ramblas y comprobar de nuevo si todo fue realmente un sueño o se estaba perdiendo la oportunidad de un nuevo encuentro con aquella aparición tan inquietante.
  Fue la noche del veintidós de diciembre que pasó de refilón el premio gordo de la lotería nacional y estuvo el Pueblo entero celebrando el “día de la salud” hasta pasada la media noche, recorriendo los cafés, bares y chiringuitos, así que esperó El Jodiola a que sonaran las dos de la madrugada del reloj de la torre, para salir otra vez de su casa envuelto en su gabán de paño negro, su embozo de bufanda gris, y cubierto hasta los ojos con una boina pradolenguina, aceleró el paso para cruzar con premura La Glorieta y buscó los vericuetos más insospechados para rodear las traseras de la iglesia y caminar subiendo hacia las ramblas.
Dentro de su envoltura invernal, le invadía un temor expectante y emocionado que se le fue aliviando  con el silencio y la quietud de la noche; llegado a lo alto de las ramblas, comprobó desde allí que el tibio encendido municipal se limitaba a la Plaza Mayor, la Glorieta y la Acera de los Ricos, aunque alguna casa dispersa, enviaba también su luz a través de las ventanas con una inquieta bombilla de escaso filamento que envolvían el paisaje en un halo de terror y de misterio.
Ante ambiente tan sobrecogedor sentenció El Jodiola aquella frase tan bien traída, que, con el tiempo, se haría popular en el Pueblo. Dijo para sí: “!Ahí va La Virgen! ¡Qué días paren la noches!”.
En estas estaba cuando creyó ver aquella camisola inmaculada, que caminaba lentamente por los alrededores de la tapia del cementerio, con la tenue luz de su sombrero imaginario. Para nada se asustó, es más, un alborozo le llenó el cuerpo de alegría al saber que  seguía él en sus cabales, muy a pesar de las consideraciones de sus colegas y las advertencias de otras personalidades locales.
Intentó seguir sus movimientos, pero desaparecía a ratos, hasta que pasados diez minutos interminables, lo volvió a localizar en el interior de la casa-palacio de don Bruno Zaldo, ilustre banquero y político notable, que, en su día, favoreció generosamente a Pradoluengo donde dejó grata e imborrable memoria.
Se movía con soltura por las habitaciones y la cocina e irradiaba su luz por las ventanas; El Jodiola lo estuvo observado por un rato desde el cerro y pudo ver cómo, acomodado en un sillón, ojeaba un libro de gran tamaño.
Cesó la aparición y cuando retornaba precipitado el camino hacia su casa, le abordó el fantasma y, con una voz grave y entubada, le habló de esta manera:
-Buenas noches, Jodiola. Ya sabía yo que ibas a volver por estos andurriales.
-Buenas noches, don Bruno. ¡Cuánto honor!…
-Yo no soy don Bruno, buen amigo, tan solo un servidor de aquellos indianos ricachones que habitaron este Pueblo; también viajé en mi juventud a la otra orilla, pero se me “cayó la maleta al mar” a mi regreso, y no tuve más remedio que ejercer de yunque, cuando había sido martillo en Buenos Aires, y ponerme a lo que quisieran mandarme aquellos indianos venturosos.
-Y ¿Cuál es su linaje? Caballero.
-Se hundió todo en la mar con mi equipaje, así es que si te sirve con Roque a secas, para entendernos… podríamos llegar a ser buenos amigos. Yo aparezco por aquí al compás de la luna llena y visito las casas de La Acera de los Ricos, que, por cierto, alguna hay en el ocaso más absoluto; ya te iré contando lo que encuentro.
-Adiós Jodiola. Buenas noches.
-Hasta el mes que viene don Roque. Nos estamos viendo.
Tornaba El Jodiola tranquilamente hacia su casa, intentando analizar las breves palabras del fantasma, que a él se le antojaban llenas de un resentimiento, guardado en su alma desde antiguo y, que ahora le ofrecía su amistad, mayormente, para  desahogar sus reconcomios.
Su amigo Roque podría estar cargado de razones para alimentar esos pensamientos y él estaba dispuesto a escucharle y de paso conocer al detalle aquella fantástica historia. La pena no poder desvelar el secreto, ya que lo había desmentido en su momento, por temor al manicomio y prefirió seguir guardando silencio.
Después de aquella aparición y con la información que le había anticipado Roque, paseó El Jodiola aquella tarde por La Acera de los Ricos, observando con detalle el estado de las casas. Efectivamente fueron siete las que contó como deshabitadas, así que subió al camino de las ramblas y desde allí comprobó el deterioro, sobre todo en la madera de las ventanas y balcones y en las cortinas ajadas por el sol y la desidia.
El prestigioso palacio que fuera en un principio de don Melitón Martínez, arzobispo de Manila y posteriormente de don Mariano Rivera, indiano potentado de Méjico, que lo decoró con lo más distinguido del mobiliario colonial, teniendo a su servicio un séquito de niñeras ataviadas de cofia y mandil, cocinera, mayordomo y jardinero de oficios varios, llegada la temida decadencia, lo ocupaban ahora una anciana casi centenaria y su hija, enferma espiritual, sin más servicio ni atenciones que las que les prestara alguna vecina caritativa.
No podía disimular El Jodiola su estado de ansiedad e intervino su mujer en el asunto:
-Ya me dirás que te ocurre de tan embebecido como estás. ¡Anda majo! Que hasta el apetito has perdido y, como sigas así, te vas a quedar en los huesos.
-No tengas cuidao, mujer. Que ya irá saliendo el trabajo, siempre ha sido igual, a veces aprieta y a veces afloja. ¡Ay! Pobre obrero… que el sol le quema y la sombra le jode.
En la partida al subastao perrero que seguía celebrando casi a diario con sus colegas, también le acosaron a destiempo:
-A ver, Jodiolita, majo –le advirtió El Chingao. Que no estás en la que celebras y estamos perdiendo las mejores bazas. Márcame los ases que yo no soy tan adivino como tú.
-Es que –apuntó El Atorrante-, aquí el amigo, juega al estilo Garganchón y no hay quien le siga.
-Qué sabrás tú de Garganchón –dijo El Jodiola-, si allí juegan a lo valiente, y esto nuestro es pan y cebolla… hasta medio pajar he visto yo jugarse al póquer en la tasca de ese pueblo, y a ver quién es el notario que escritura luego eso. Hubo un tratante de puercos que perdió al julepe el carro, la mula y la mujer, y no se cumplió el trato al completo, porque llegó a oídos de ella la noticia y puso tierra por medio huyendo a la desesperada.
Distraía la terna aquella el duro invierno pradolenguino con tertulias tabernarias, partidas de mus y subastao, chanzas, Cinema dominguero, noticias y predicciones, pero El Jodiola estaba en un sin vivir, contando impaciente los días para su nuevo encuentro con Roque. 

Comoquiera que no podía compartir con nadie su extraordinaria aventura, después de una noche de devaneos y tribulaciones, decidió confiar su secreto a la “Curandera de Barría” que seguro tendría algún remedio para sus dolencias. Era La Quica una mujer ya setentona y siniestra, que había consumido el oropel de su aquella primavera exuberante y seductora, y actualmente apañaba el condumio diario con exceso, gracias a sus dotes de sanadora, que, aún siendo su fama estrecha y clandestina, habían trascendido por toda la Sierra de la Demanda.
A resultas de las curaciones que La Quica había obrado en él, pretendía ahora algún remedio que le alejara la angustia producida por sus visiones nocturnas. La fue recordando el buen Jodiola las veces que le había acertado con sus cataplasmas y conjuros, librándole de migrañas, diarreas y otros males; y así fue que le estuvo prestando atención la sanadora, hasta que la relató su aterradora aventura con el fantasma, y no pudo por menos que santiguarse y mirar al techo, para decirle:
-¡Ay! Jodiolita, majo. Para eso tuyo y para el mal de amores, yo no tengo remedio alguno. Tendrás que viajar a la capital para que te vea la sacerdotisa y te eche las cartas. Te vendrá bien.
No lo pensó El Jodiola y viajó a la mañana siguiente en el correo de Burgos, para personarse en la dirección que le había proporcionado la curandera:
DOÑA MATILDE MURIEL “LA GOYITA”
CALLE CABESTREROS, 13 – 2º A    ”ARRABAL DE SAN ESTEBAN”
BURGOS
Golpeó la aldaba El Jodiola hasta tres veces y le abrió la puerta una mujer exuberante y emperifollada con una bata roja de satén hasta los pies, un turbante color marfil y unos ojos verde-gris, que, perfilados de rímel negro, mostraban un cerco enigmático y tentador.
-Pasa amigo-, le indicó La Goyita, y anduvo tras ella por un pasillo estirado y lúgubre, hasta llegar a un cuarto que tenía una cortina roja por acceso y estaba amueblado con una mesa camilla y dos sillas, todo ello, bajo una lámpara pintada de azul flotante.
Se sentaron frente a frente y fue la dama poniendo las cartas boca arriba al tiempo que hacía comentarios en función del palo o la figura levantada:
-Veo buenos y adinerados amigos en tu entorno, veo un viaje temprano para algún negocio importante, tu ambiente familiar es impecable, consérvalo como hasta ahora-. Cuando levantó La Gollita el as de oros, la dijo: -Debieras tentar a la suerte y comprar lotería, estás en racha.
>Hay en tu vida un espíritu de ultratumba que quiere contactar  contigo para una misión importante; te ha elegido entre todos tus paisanos y no debes defraudarle, es un honor para ti y no te hará daño alguno. No compartas con nadie el privilegio… hay mucha envidia.
>Son veinticinco pesetas.    
La madrugada del veinticinco de enero, había en las calles de Praloluengo un palmo de nieve y relucía la luna con su pechera blanco-almidonada. Sintió recelo El Jodiola por la intensa luz, posible delatora de sus andanzas, pero salió de casa decidido y armado de valor a lucir sus huellas, su gabán de invierno y su boina, sin pensar en los posibles comentarios del ladino personal, ya que estaba bien seguro de que, nadie más que él, tenía el privilegio de la compañía y la amistad de Roque.
Cuando llegó a las ramblas, tan solo una brisa ligera movía los zarzales salpicados de nieve y allí, bajo un cielo intensamente azul, sintió El Jodiola nuevamente aquella voz grave y entubada, que se asemejaba al canto gregoriano y  sonaba así:  
¿Dónde se quedó mi hacienda?
                  Sin prenda.
Y ¿Qué fue de mis amigos?
                  Olvido.
Y ¿Qué ocurrió con mi amada?
                   Preñada.
Mi aventura despiadada
en constante desatino,
me devolvió a este destino
sin prenda, olvido y preñada.   

Con el sonsonete de la última cuarteta apareció Roque, envuelto en su atuendo y su luz espectral, entonando el cántico en el camino, hasta que, llegado a su altura, saludó a su amigo cordialmente:

-Qué hermosa noche, Jodiola. Y qué alegría encontrarnos de nuevo.

-Buenas noches, Roque: Qué música tan bonita para un cantable tan triste.

-Es la amarga realidad de mi sueño americano. Salí muy joven de  aquí para probar fortuna en los negocios, de suerte que cuando había alcanzado caudal y patrimonio sobrado, viajé de nuevo a España para encargar una casa señorial en el pueblo de mi infancia y disfrutar de mi felicidad y la de mi enamorada Mercedes.

>Medio año llevaba en mi proyecto cuando recibí noticias de mi hermano menor, advirtiéndome de que mi prometida se había dejado seducir por un italo-angentino, un Casanova que la había embarazado huyendo después con lo más sustancioso de mi  fortuna.

-Y ¿No volviste jamás a Buenos Aires?

-Imposible soportar tanta vergüenza. Me refugié en la patria chica, con el apoyo de familiares y amigos, pero también me encontré con el menosprecio de alguno de mis paisanos que me ofrecieron trabajos mal pagados y serviles que me hicieron comer el pan de mano ajena.

>Vengo de visitar el chalet que gobierna ahora Armando de Miguel… si levantara su suegro la cabeza, con lo buen amigo mío que fue aquel hombre.

>A mí me socorrió en algún tiempo y pena me ha dado ver cómo se está arruinando todo, el jardín y la casa de los juegos lo han tenido que malvender para liquidar deudas, y ahora lo disfruta y conserva El Requinto y su familia. O sea sé, que mal amo no tiene.

>En la casa he pasado un mal rato recorriendo las habitaciones, nada queda ya de aquella opulencia y buen gusto. Así que…

-Bueno, Roque –interrumpió EL Jodiola-. También es verdad que nada se destruye, a otras manos pasarán, que bueno lo harán… anda que no habrá nuevos ricos en el Pueblo deseosos de adquirir alguno de esos palacetes para devolverles su esplendor.

>Hay otras casas más sencillas en La Acera que se mantienen firmes, son familias muy corrientes y enraizadas, con sus luces y sus sombras… mucho apego al terruño y ninguna añoranza, así es que a la hora de heredar tienen que resolver entre ellos litigios interminables.

-No me hables de eso Jodiola, que conozco muy bien el paño. La casa en pie y la familia deshecha. En este Pueblo ha habido gente a la que les han apedreao la fachada, con eso te digo bastante.

>Pero, bueno. Ahora tenéis la ocasión para que os eche una mano el chiguito este de Corcuera, que le acaban de nombrar ministro de la gobernación.

-Sí, sí, una mano; al cuello, no te jode. Mira, Roque, aquí estamos todos muy orgullosos de tener un paisano ministro, pero la verdad es que cuando viene por el Pueblo, da la sensación de que lo hace tan solo para visitar el Bar de su amigo Manolito “El Churro”, allí se instala con sus escoltas, papean tan a gusto y poco más.

>Mea muy alto el ciudadano, y no me extraña. Fíjate que, siendo  aprendiz de electricista, ha llegao a ministro, con que si hubiera sido ingeniero... además, de hacer algo por el Pueblo sería en el Barrio El Sol, que es donde él se ha criao.

-Pues nada, que con su pan se lo coma; tú cuídate, Jodiola. El mes que viene nos vemos. Yo me recojo en mis aposentos; a las afueras del cementerio tengo un huequecito, ya sabes, mucha pena y  poca gloria.

-Pues yo voy a ver cómo encuentro a la parienta, qué a estas horas…

Cuando apareció El Jodiola por la casa, le estaba esperando su mujer para montarle la pelotera:

-Pero… ¿Qué horas son estas?

-Nada, maja. Que se ha estirao la partida.

-Y ¿Cuándo no es fiesta?

-La verdad, que me podía haber quedao en casa, total para un subastao del chichinabo, que se ventilan tres pesetas.

-Ya claro, y mañana te doldrá todo el cuerpo. ¿Verdad?

-Esa es otra, mujer, pero no te preocupes que todo se andará…

El día a día del Jodiola transcurría faenando con masa, ladrillos y adobes por diferentes locales y casas donde recomponía, añadía o escombraba, al gusto de sus moradores.

Estaba a la sazón remediando los daños de una fuga de agua en casa de los Tarines, un noble edificio de dos alturas y payo, decorado con las exquisiteces del momento y colindante con lo que fuera palacio del arzobispo de Manila, cuándo reparó que hacía por lo menos un par de veranos que no lucían los balones doraos de las balconadas y alguien había colgado  el letrero de “Se Vende”.

“Va a tener razón Roque”. Pensó. “Esto no hay quién lo pare, el tiempo y las circunstancias van haciendo estragos con los palacetes y sus  terratenientes”.

>A ver lo que me cuenta él, que conoce los pormenores, pero ¡Qué amargura más grande la del fantasma este! Vagando siempre por el Pueblo como un alma en pena”.

La noche del veintiocho de febrero, acudió puntual El Jodiola a la linde de la rambla que esta vez lucía varias filas de paños alargados de punta a punta, en tonos pardo verdoso, rojo bermellón y azul marino.

Roque se apareció, luminoso como siempre, entre el variopinto colorido de aquel decorado tan singular, y comenzó su cántico con un mensaje, todavía  más estremecedor que el de la noche de la luna de enero. Con aquella espectacular puesta en escena y la melodía gregoriana de siempre, aquello sonaba así:

¿Quién se burló de mi honor?  
                Desamor.
Y ¿Quién me hundió en la desgracia?
                 Falacia.
¿Qué me causó tanto daño?
                 Engaño.
Pues así pasan los años
de aquella vida inmolada
a mi estancia inanimada.
Desamor, falacia, engaño.
                  
-Buenas noches, Roque-. Le saludó El Jodiola sin poder contener el llanto que le había provocado el relato de sus desgracias.

-No te aflijas, buen amigo. Ya sabes que, “cuando las cosas salen bien, hasta la mujer te trae hijos de otro”. Cierto que los refranes se hicieron para consolar a los desesperados, pero yo no aguanté la presión y decidí quitarme la vida de un escopetazo. Ni siquiera lo pensé, fue un acto reflejo. Creo yo.

-La verdad que yo mismo no sé lo que hubiera hecho, Roque-. Le disculpó El Jodiola.

-A ti, Jodiola, te sonríe la vida. Tienes un buen oficio, una familia encantadora y una bondad que se te sale por los ojos. Así que, vive la vida sencillamente, que Dios te lo va a premiar. Seguro.

>No entres en el juego de las vanidades, ya ves que de un día para otro te cambia el destino y te pone a la cola de los necesitados, como me pasó a mí. Lo realmente trágico en mi caso, fue que nunca sabré si Dios me ha perdonado o no, porque los hombres… sus representantes, me negaron la tierra santa y continúo en este sin vivir irremediable.

>Tú tendrás que vivir para ver como resurge de nuevo, llamémosla, La Acera de los Indianos y quienes toman el relevo ahora que son todos un poquito menos ricos cada día. Yo que todo lo perdí, no me atrevo a pronosticar nada, pero me gustaría que floreciera como en los mejores tiempos y renacieran nuevos altruistas que socorran, cuando menos, a los más pobres de este Pueblo.

-Pero esto no va a ser una despedida ¿verdad? –Le suplicó El Jodiola- Yo seguiré subiendo a las ramblas cuando se haga la luna llena.

-Está bien, Jodiola. Yo estaré por allí con mi espíritu aunque no podamos vernos ni comentar las últimas noticias pradolenguinas. Me retiro a mis cuarteles de invierno.

>Adiós. Vive y deja vivir. –le aleccionó Roque mientras se desvanecía cantando:

¿Por qué soy un alma en pena?
                  Condena
¿Por qué mi muerte causé?
                   No sé.
¿Por qué no encuentro sosiego?
                   Reniego.
Nunca me gustó este juego
de no tener panteón.
Fantasma de condición.
¿Condena? No sé, reniego.

Intuyó El Jodiola, que aquella despedida de su gran amigo Roque, era un viaje sin retorno y que además le comprometía a reclamar la generosidad de sus paisanos para con los más necesitados, así es que regresaba cabizbajo hacia su casa, pensando, que él, que aún no había logrado descubrir el secreto de la filantropía, tendría ahora que descifrar, dónde estaba el límite de la caridad bien entendida, que si es verdad que empieza por uno mismo, siempre quedará menos para los demás… o, si realmente es mejor enseñar a pescar, que regalar un pez… ¿Qué hacer entonces con el pescado que nos sobre? Y si no es más feliz el que más tiene, si no el que menos necesita… ¿A qué tanta felicidad para los que no precisan de nada?

Todas estas sentencias y un rosario más de preguntas sin respuesta, se agitaban aquella noche en los sueños del Jodiola, mientras el viejo mundo seguía girando con su mudanza interminable.

Cuando sonó el despertador aquella mañana de febrero, apartó El Jodiola la cortinilla de su habitación, para saludar al nuevo día y se encontró con una nevada purificadora que invadía tejados, calles, plazas y arboleda y no pudo por menos que exclamar de nuevo:

¡Qué días paren las noches! ¡Ahí va La Virgen!

                                                         WWW.Amazón libros: Paco Arana


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